miércoles, 23 de junio de 2010

Cuque Sclavo. Desde el paraíso


Escribió Tito: Cuando a sus ochenta y seis años, viviendo ya en Tacuarembó, se me ocurrió invitarla a venir conmigo al Taller Literario Municipal, no fue difícil obviar sus débiles reparos centrados en el hecho de que ella “apenas si tenía primaria”. Así fue que asistió a las reuniones hasta que la precariedad de su vista comenzó a limitárselo. De su asistencia, quedó en Presencia, la publicación del taller, el relato siguiente:

EL PERCHERO


Fue por el año treinta y dos que nos fuimos a vivir por Caridad y Millán. Era una modesta casita de tres piezas a la calle, un zaguán y nada más que una “casi cocina” y un “casi baño” que mi marido supo convertir en algo más usable, con nuevos water y duchero, así como una cocina económica en la cual hacíamos a la plancha jugosos churrascos y boniatos asados al horno. Ya teníamos un niño de tres años y un embarazo de pocos meses.
A pesar de lo precario de la vivienda, había algo muy hermoso y eran las tres ventanas a la calle, tres árboles de paraíso y enfrente un “palacio” (así lo llamaban en el barrio) que no era más que una casa de tres pisos que terminaba en una torre con mirador.
Mi esposo trabajaba en la construcción como pintor, y en las horas que podía robarle a su descanso trataba de dar comodidad y belleza a su hogar. Una noche, mientras encaramado en un andamio en el zaguán adornaba sus paredes con paneles de yeso que le daban más categoría a nuestra casita ajena, a eso de las doce, se le perforó una úlcera de estómago y lo operaron a las dos de la mañana en el Hospital Maciel para evitar el riesgo de peritonitis. Se repuso en pocos días y volvió a la lucha diaria. Dos meses después nacía el segundo bebé y había que redoblar esfuerzos; yo lo ayudaba cosiendo y bordando, ya que en ese tiempo estaba muy de moda el bordado y yo tenía dos máquinas de coser; lo que hoy se diría una pequeña empresa. Al abrir las ventanas, un suave perfume proveniente de los paraísos inundaba toda la casa. Uno de ellos estaba precisamente frente a la puerta y a la ventana de la pieza en la cual yo cosía, por lo cual solíamos colgar un columpio en el cual nuestro bebé pasaba gran parte del día vigilado por su hermanito y mimado por los vecinos que, al pasar, le daban un hamaconcito y a veces me decían por la ventana: “el nene se durmió”.
A medida que crecía lo íbamos bajando, acercándolo a la vereda, de modo que hacía fuerza con sus piernitas. Así se fue criando el segundo, y a los cuatro años menos dos meses, como la otra vez, llegó el tercero y nuevamente volvió a entrar en juego el columpio; de modo que aquella rama que lo sostenía ya formaba parte de la familia. Cierto día un señor mayor que solía visitar el barrio se paró mirando el árbol vacío y me preguntó: –¿Qué pasa, no da más frutos? Antes daba un niño cada cuatro años.
Pero vino la poda y yo veía con temor que me cortaran la rama ya castigada por el rozar de la cuerda y no le sacaba los ojos de arriba, ya que los miraba por todas las ventanas. Se me apretó el corazón cuando vi caer aquel tronco querido. Al rato estaba en el camión. Le di unas monedas a mi hijo mayor para que les entregara. Él vino muy ufano con la horqueta que mi esposo barnizó y acondicionó. De modo que por muchos años nos sirvió de perchero y continuó formando parte de la familia.

Aída Armán de Sclavo


¿Esa casa de la calle Caridad l406 tenía claraboya? Debió tenerla, porque aquella escena tenía esa luz.
Allí, en la mesa, creo que después de haber comido sus dorados ravioles, un domingo, mientras mi viejo don Adolfo dormía su siesta, mi vieja doña Aída, no sé por qué, nos hizo sus admoniciones de futuro a los tres hermanos: Ñato, el mayor, que después fue Luis, para volver a ser Tito luego de su liberación en Libertad; Pirulo, que después fue Lalo, Calleja, y finalmente Paco, definitivamente su alias como guerrillero tupamaro; yo, el menor, que siempre fui Cuque, más conocido en el ámbito familiar como el Loquito. Nos separaban cuatro años y un mes. Tal como ocurría con las elecciones de aquella época. Nacimos en la calle Caridad 1406, excepto mi hermano mayor que creo que fue en el Visca por algún problemita. Teníamos un jaulón pequeño con varios canarios que fue deshaciendo mi padre a medida que sus úlceras en el estómago iban creciendo, inoperables entonces. No tuvimos animales hasta que llegó el Pucho, nuestro primer perro que fue, por derecho y justicia, el perro de Paco quien siempre actuó como el san Roque de la familia y a quien no hubo perro que se le resistiera. Ni él a ellos.
La calle Caridad, hoy, en homenaje a un médico del barrio que destinaba un día de la semana a atender gratuitamente a los pobres, se llama Fiol de Perera.
El Reducto era un barrio de gente trabajadora en su mayoría, algunos comerciantes prósperos y otros fracasados, empleados públicos altos, y otros no tanto, gente de UTE a quienes les quedaba cerca, allá en el Arroyo Seco, y algunos profesionales de mayor potencial económico en un Montevideo de los 30, capital del fútbol mundial. Una ciudad de tranvías y ómnibus con plataforma, poblada de canchas de fútbol y con dos cines por barrio por lo menos, con sus obligatorias panaderías de uso en las largas matinés de cuatro películas, sinopsis varias y un episodio de una serie que continuaba cada semana y en las que John Wayne siempre iba a ser aplastado por un tren o apretado por unas paredes corredizas y asfixiantes.
La casa de la calle Caridad 1406 tenía tres cuartos que daban a balcones donde se ponían a orear los colchones unas veces y en otras oficiaban como tableros de básquetbol, hasta que nos consagrábamos y entrábamos como categoría “cebollitas” en el León XIII de los curas, que luego, laico, pasó a llamarse Reducto.
La habitación más cerca de Millán era el cuarto de trabajo de doña Aída, modista aunque sin el nivel “haute couture” de la tía Elvira que trabajaba para gente muy paqueta. La tía Maruja se dedicaba a bordar los logotipos de los uniformes de Shell o de la CUTCSA, entre tantos otros. El de Shell era su capolavoro. La recuerdo, doblada sobre su máquina a pedal, dibujando en filigranas la figura monstruosa del Gargoyle.
Otra habitación, pasando la puerta de calle, era el dormitorio que habitaban mis padres y un viejo piano vertical que perteneció a mi madre, que era completita pese a provenir de un hogar gallego con padre borracho, pero bueno, y que fue el único carnicero en este país que no se hizo rico. Se lo gastó todo en copas. Y después venía y cascaba a todos. La primera en ligar era mi abuela Dolores, una galleguita breve y sonriente, nacida en Leiloyo que vivió hasta su muerte de 96 años con mi tía Elvira en las Galerías Carulla, una hermosura que aún se conserva y que tiene una salida por Millán y otra por Vilardebó. ¡Qué filloas que hacía! Y ¡cómo nos dejaba sin aire cuando la acompañábamos al Mercado de Goes!
Finalmente estaba el cuarto de los tres hermanos Sclavo. Y adentro, una cucheta de lapacho hecha por don Adolfo que era pintor finalista pero que sabía hacer de todo. Menos nenas, decía mi madre y él le retrucaba:
–Eso no está comprobado. A lo mejor sos vos la que no sabe.
Abajo dormía yo y tenía como techo una tabla de madera sobre la que dormía, por los problemas de columna experimentados en su desarrollo, mi hermano mayor, entonces Ñato, aunque tenía un naso regular y al que sólo le faltaba pelo en las uñas y los dientes. Aquella tabla fue más tarde el confesor de todas mis fantasías y el absolutor de mis primigenias experiencias masturbatorias.
En la pared opuesta dormía Paco. Era una cama que también construyó mi viejo y que durante el día era un enorme cajón que colgaba de dos ganchos adosados a la pared. Ese cuarto lo recuerdo cada vez que veo el de Gene Kelly en Un americano en París.
Al fondo, una cocina tan pequeña que cabía sólo mi vieja y a la que daba una escalera de hierro que llegaba al altillo donde mi viejo reparaba radios para complementar sus aportes, el que a su vez daba a una azotea desde donde mi hermano mayor vio pasar el Zeppelin. Hay fotos de 9 x 9, de una Kodak cajoncito. Desde allí teníamos una vista hermosa de la UTE, las vías y la bahía.
Luego venía un corto pasaje, a modo de patio, cuyo protagonista era la mesa del comedor diario. El menaje se guardaba en un trinchante que estaba en el cuarto de trabajo de doña Aída, al lado de cuya puerta estaba instalada una heladera que también había sido construida por mi padre. Era de lapacho también, tenía gruesísimas paredes recubiertas por láminas de metal en su interior y funcionaba con barras de hielo que, a medida que crecíamos, debíamos ir buscar al depósito de las Fábrica Nacional de Cerveza que lindaba por un lado con el vienés y familiar Parque Munich y, por el otro, con la diabólica Quinta de Bartolo por cuyas avenidas circulaban los coches trayendo parejas que lo erigieron como su “templo del amor”.
En invierno, cuando la guerra, en ese pasillo, frente al dormitorio de mis padres, teníamos una estufa portátil llamada calorífero. Era un consistente tacho de grueso metal al que alimentábamos con cisco de carbón durante todo el día y que oficiaba como microondas a veces, en otras como fuente calórica, y finalmente como tostador de pan viejo que a su vez se hacía golosina cuando la manteca y la jalea de membrillo casera eran untadas por doña Aída. Pero por sobre todas las cosas era un aglutinante familiar donde se charlaba, se tomaba el café con leche y se escuchaba religiosamente a los Caporale Scelta, dos hermanos culturosos que lo sabían todo, los informativos de la guerra (mi viejo era un experto, yo lo oía como quien escucha a Gardel) y los episodios de Juan Cuello, un matrero que interpretaba Mario Rivero, faltaba más, y cuya cortina musical me daba terror y de la cual el brazo de mi padre o la falda de mi madre entonces me protegían hasta que comenzaba la parte actuada. Creo que era Berlioz.
La casa de la calle Caridad 1406 tenía tres balcones, tres hermanos y tres árboles de paraíso que nos daban sombra, perfume y otra cosa que ningún otro árbol me dio jamás: cobijo. Efectivamente, cuando ya estábamos lo suficientemente preparados como para enfrentar este valle de lágrimas, sobre todo yo, que fui y sigo siendo muy llorón, nos colgaban la cunita de una rama de paraíso, el que está más hacia Millán, donde finaliza el repecho de la calle Caridad que comienza en Arroyo Grande.
De esa rama pendía un Sclavo Armán cada cuatro años menos dos meses. Hasta que doña Aída y don Adolfo desistieron de intentar la imposible nena. Con decirles que, a instancias de mi abuela Dolores, doña Aída, que no era católica militante –mucho menos cuando estaba casada con un batllista como don Adolfo quien luego desengañado se hizo socialista– hizo entera la novena de la Virgen de los Dolores y prometió que, en caso de nacer nena yo, me pondría su nombre en homenaje a mi abuela, pero por sobre todo como un agradecimiento por el don que nos había otorgado aquella Virgen.
Pero volviendo al paraíso, que es y será nuestro, siempre, mi madre podía hacer entonces sus labores sin temor a que nada nos pasase. Tito, entonces Ñato, vigilaba la cunita de Paco, que entonces era Pirulo, y luego vigiló la de Cuque, que siempre fue Cuque. Para mayor tranquilidad, cada tanto, Herminia, la aprendiza de mi madre, nos echaba una ojeada. Y por supuesto, los obreros que iban y venían de sus turnos en las fábricas. Los de la Compañía General de Fósforos, los de la metalúrgica de Mantero, los de Laboratorios Galien… Y todos ellos anunciados por sus sirenas respectivas que nos servían de reloj. También nuestros proveedores: Rogelio y su carro de verduras, Germán y su burro, el de la carne, don Goyo el del almacén que tenía el tablado, las putas y sus “fiolos” de los quilombos de Caridad y de García Peña, a quienes, luego, ya más grande, yo les haría mandados. Y los eternos silbadores ¡cómo se chiflaba en aquel Montevideo, Dios mío! Mi viejo era un crack, podía pasarme el día entero escuchándolo. Afinaba un montón. Tenía un violín y como era zurdo le colocaba las cuerdas al revés. Contaba mi vieja que una vez le dio una serenata, de novios, ella tenía trece, con un peine fino cubierto por una hojilla que sonaba como una trompetita, acompañado por dos amigos con sus guitarras. Además, me enseñó a bailar tango, aunque nunca fue hombre de la noche dada su condición de obrero; no obstante fue Campeón de Tango del Reducto.
–Pero ojo, vos estás aprendiendo. Bailá de la rodilla para abajo, no andes haciendo macacadas y no muevas el brazo como si estuvieses dándole bomba a un Primus.Y no bailes todavía con petisas que son un bollo. Bailá con mujeres grandes. –Así lo hice y conquisté a Irene, hija de un violinista de orquesta típica y que era grandota. Ambos aprendimos el tango, junto a tantas otras cosas de la educación sentimental de la época. Fue un largo romance de barrio. Más veterano lo bailé con Dahd Sfeir y con Idea Vilariño. Algunos audaces dicen que fue la mejor pareja de tango que ellos vieron. Modestamente. Ahora me tropiezo hasta con mi sombra cuando lo intento.
¿Tenía claraboya la casa de la calle Caridad 1406?
Debió tenerla. Y si no la tuvo, tal como la tuvo después nuestra casa propia de la calle Colorado 1755, se la pongo ahora.
Aquel domingo, mientras el viejo dormía la siesta, la vieja nos hizo un libreto a cada uno. Al Ñato, luego Tito, le dijo:
–Vos andás bien en matemáticas, en física y química. Vos vas a ser científico.
Al Pirulo, luego Paco:
–Vos tenés habilidad con las manos, como tu padre. Vas a ser operario.
Luego, me miró a mí, al Cuque, al Loquito y me dijo quizás desconsoladamente:
–Vos vivís en las nubes –y luego de una pausa angustiante la completó–: vas a ser un poeta “morto di fame”.
¿Por qué me lo dijo en italiano, me querés decir? ¿Para hacerla más liviana?
El golpe ya me lo había dado. El Doctor en Química, ya veteranos los tres y compartiendo una cena exclusiva sin mujeres, sólo para nosotros tres, me confesó que a él lo que le hubiese gustado era ser escritor como yo, pero que con eso no hubiese podido mantener una familia.
–Así que ahora que me jubilé, cierro el laboratorio y me pongo a escribir. –Y lo hizo después de la cana y todo. Además, no sé si como revancha, se llevó a la vieja a vivir con él.
El Paco tuvo varias vidas. Fue tornero, estanciero, granjero, criador, guerrillero. Pero lo que a él le hubiese gustado ser era ingeniero. Quizás por eso, aparte de su gran amistad y afecto con Sendic, con quien compartió desde el comienzo al fin su lucha tupamara, fue con el ingeniero Juan Almiratti, especialista en fugas, como Bach, con el que fueron compinches en inventos.
En cuanto a mí, supe tener siete vidas como los gatos de este hemisferio y me gustaría tener nueve como los del Norte. Pero durante esas siete hice todo lo que quise. Escribí de todo, desde avisos publicitarios hasta candombes, letras de murga, novelas, obras de teatro y TV, guiones de cine, e incluso canciones de cuna para mis nietos recién nacidos. Todo publiqué, menos poesías. (Aunque tengo un ropero lleno de ellas, tal cual le confesaba al médico, aquel loco por las tortas fritas, pero se irán a la tumba conmigo.)
Y de hambre no me morí. Es cierto, vieja. Pero ¿te acordás cuando en 1959, el año de las inundaciones, te dije que iba a escribir libretos para radio? Te reproduzco el diálogo:
–Y ¿de qué son los libretos?
–De humor. Es para La Pensión 64, una audición cómica en Carve
–¿Vos, humor? Pero si sos un amargado…
Este año se cumplen mis cincuenta años de humor rentado. Lástima que no estés aquí para verlo.
Pero gracias a vos, eternamente. Porque fuiste siempre la dueña de todas mis palabras.
En cuanto a tus libretos para los tres hermanos Sclavo Armán, hijos de Aída Armán, modista, y Adolfo Sclavo, pintor, los tres te decimos como Gardel en Por una cabeza:–Y la barra completamente agradecida. Sentí la barra…

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