miércoles, 23 de junio de 2010

Segunda parte de: Desde el paraíso


Nunca tuvimos coche. En Caridad 1406 había tres bicicletas. Una con ruedas macizas, la más chica, servía para el aprendizaje. Sin rueditas auxiliares. A porrazo limpio. La más grande era la que el viejo usaba para trabajar y a la que yo, en mi viaje iniciático, le hice un ocho a la rueda delantera. Y la mediana, una Olympia, imitación media carrera con canastito para hacer los mandados, a la que bauticé fanáticamente Lulú Belle por aquel tanque que tenía Humphrey Bogart en Sahara, película que vi unas dieciséis veces. Era utilitaria. Tenía la doble función de traer víveres y de recaudar los pagos de las clientas morosas de la vieja y gracias a lo cual llegué a percibir hasta un 20% de estas moras. Capone, como verán, era un bebé de pecho, a mi lado.
Era una labor que uno heredaba, tal como lo fue la ropa, toda la vida, de mis hermanos, quienes a su vez la heredaban del viejo. Ya que los hermanos Sclavo, después del primer gran estirón, quedábamos más o menos en lo que éramos y ya no somos ahora, más encogidos.
Así sucedió también con el reparto de programas del cine Mundial que conseguí por nepotismo del Paco. Felizmente mi carrera cinematográfica fue más exitosa que la suya. Llegué a atender el teléfono del cine, en el cual, con el inglés aprendido de las sinopsis y con mi mejor acento, informaba a los futuros espectadores. De allí ascendí a otras responsabilidades, como ser el encargado de ir a buscar a Glucksman, en Río Branco y 18, los programas de la semana, que luego repartía en almacenes o haciendo las prolijas flechitas que insertaba en las persianas de los hogares. Luego obtuve pingües ganancias mediante la corrupta práctica de acomodar a las parejitas en las últimas filas con el fin de que apretasen tranquilos. Me retiré, en plena gloria del cine, cuando comencé el liceo Rodó, siguiendo las huellas de mi hermano mayor quien ingresó a éste a los once años y sin dar el temible examen de ingreso.

El Paco, el operario, marchó a la sacrificada Escuela Industrial y crió callos puliendo metales hasta hacerse aquellas llagas que curaba con sus propios orines.
Mi hermano mayor fue al Rodó y aprendió, entre otras cosas, que ser el hijo del director Acosta y Lara, aquel “Macoco” que le copiaba los escritos, era ser merecedor de mejores notas que él, porque así las profesoras hacían méritos con el “dire”. Pero el Tito tuvo su revancha. Jugaba bien y marcaba mejor. Un buen día marcó a Macoco, quien pasaba sus mañanas tirando en los aros en Trouville, y no lo dejó embocar ni una. Al final del primer tiempo en la práctica del Seleccionado del Rodó, Macoco arrojó la camiseta y se fue llorando.
Yo era el más perro jugando al básquetbol. Más que la camiseta me pesaban mis hermanos, que jugaban mejor que yo. Luego me pasó lo mismo en la Escuela Municipal de Arte Dramático, en Club de Teatro y hasta en la agencia de publicidad donde su dueño, el Pancho Vernazza, me daba flor de paliza, hasta que le perdí el miedo.
Con la literatura fue otra cosa. Fui un inconsciente. El primer premio me lo dio Onetti por una novela. Arturo Sergio Visca me dio otro por una novela que nadie pudo comprar porque la dictadura había confiscado la librería de la editorial que lo había impreso. Por una de esas paradojas dignas de esa época, algunos ejemplares de ésta ingresaron a la biblioteca del penal de Libertad. Fui más leído por los presos que por los que aún estábamos libres. El premio me lo dio el Ministerio de Educación y Cultura un viernes. El lunes devaluaron el dólar y el premio no me sirvió ni para comprar maníes.
Pero mi primer premio, y perdónenme ustedes y hasta mis hermanos por mi divismo, lo conseguí a los nueve o diez años, en un concurso que organizaba radio Femenina, por un cuento de una alfombra mágica que se achicaba cada vez que aquel niño le pedía un juguete y que yo se lo había afanado al Balzac de La piel de zapa. Con el tiempo, me consolé del plagio, pensando en aquellos a quienes habría chorreado el gordo francés ese que escribía de pie, en un atril y de zapatillas, ése que después fue tan importante en mi vida como Julio C. Puppo (El Hachero). Gracias a ambos, observando a la gente, dejé de aburrirme en los tranvías.
Pero el premio ese de la radio Femenina, que pasaba jazz todo el día, hace relación con el zaguán de la casa de Caridad 1406 y que yo omití en el pasaje anterior. Ese zaguán que hacía fresco y soportable el verano y donde tuvimos nuestro primer polígono de tiro. Sucede que teníamos una escopeta Diana de aire comprimido y a mí, que nunca disparé otro tiro que con una 22 y la perdiz se cagó de risa, me fascinaron y me fascinan todas las armas, no sé por qué. Siempre las usé como utilería para mis primeras películas, así como las sábanas con las que me vestía de árabe. Era guionista, director y actor de mis propios filmes, algo como lo que haría Clint Eastwood varias décadas después.
En el zaguán colocábamos las cáscaras de los huevos que la vieja nos hacía tomar diariamente y, en la época de la guerra, no sé si nosotros o el viejo les pintábamos las caras de Hitler, Mussolini y el emperador Hirohito y los curtíamos a chumbazos, que muchas veces se incrustaban en la pared trasera de la puerta de calle.
En ese zaguán, una tarde de diciembre, cuando me dieron el premio en radio Femenina y leí mi cuento afanado, me recibió mi viejo, satisfecho, aunque no era para nada demostrativo y, acariciándome la cabeza, me dijo:
–¡Bien, pibe!
Ese zaguán, como buen zaguán que era, me abrió la cabeza ese día.
En aquel tiempo el Tito laburaba de día en una sociedad médica llamada La Fraternal Unida y estudiaba en el preparatorio del nocturno que, también, luego heredé. Allí formaron un cuadrito donde jugó el Paco, cuando un conflicto en la Liga de Básquetbol de los grandes. Tenían en la camiseta la insignia del liceo, que era un murciélago. Y una crónica de la época habla de aquel diciendo:
“El liceo nocturno, la gente del Murciélago, aportó buen básquet y figuras interesantes. No faltaron, no podía ser menos, émulos de Drácula (esto era por el Flaco Bengoechea que era ‘Peso Lástima’) ni de Wilfredo el Velludo, aquel rey que se dice era un felpudo con ojos”. Eso era por el Tito que era muy peludo.
Tanto que, por aquella época, Wimpi había creado un gaucho mentiroso llamado Don Claudio Machín, recogiendo ese folclore de mentiras de fogón que Juceca pondría luego al día con un tono surreal propio de los 60, y uno de los cuentos de Don Claudio hablaba de un gaucho tan peludo que, cuando en la noche de bodas se acostó desnudo junto a su “prienda”, ésta exclamó: “Lindo mameluco, Rodríguez. ¿Ande lo agenció?”
Pero el Tito era atractivo, aun con esa pelada incipiente que siempre lo acompañó y que exacerbaron los milicos durante su estadía en el “hotel” de Libertad. Intelectual, sabía conquistar corazones. Entre ellos los de una poetisa, también la hija de un jefe de ferrocarriles de la estación Peñarol y su definitiva Lydia, su alumna de Análisis Cualitativo que era la Doris Day del barrio La Espada, allá por el barrio del Paso del Molino y que le dio tres hijos: Silvia, Lil y Fidel. De todas sus novias me enamoré indefectiblemente y sufría muchísimo cada vez que dejaba, como se decía entonces.
El Paco fue de una sola mujer y por muchos años. Eran botijas y se pasaban juntos todo el día. La broma de la arpía de mi vieja, que la quiso siempre como a una hija, era cantarle un tango de moda cuya letra decía: “Y dicen que no te quiero, porque no me ven contigo”
Pero ella estudiaba Derecho y le gustaba la literatura en una época en que el Paco no estaba ni ahí, razón por la cual me parecía más bien como para el Tito. Tenía un hermano de mi edad, el flaco Piolín y yo me pasaba en casa de ella. Mis primeras nociones de la literatura moderna las tuve allí, junto con la colección completa de las historietas del Spirit y Lady Luck. Y hubo un momento en sus respectivas evoluciones en el que sus caminos amenazaron con bifurcarse.
Fue la época en que, peleados, el Paco intentó enseñarme matemáticas; era un capo en eso y en la brisca, una especie de juego de cartas como el tute cabrero, pero con la particularidad de que se juega solamente entre dos. Fue tiempo también de llevarme al cine Astral en sus noches vacías y allí compartimos inolvidables noches con la serie mexicana de Los calaveras del terror y películas aparentemente documentales de la selva. Por eso, cuando nos pasó por debajo de las piernas el gato del cine Astral encargado de cazar las ratas de dicha sala, asustados, lo volamos por los aires hasta que fue a jeder contra una fila de butacas que, en efecto dominó, fueron derribando las filas de delante. Debo aclarar que al Astral, el cine más reo de General Flores, concurrían barras bravas que le robaban las tuercas al sostén de los asientos y hasta arrojaban gallinas por los aires durante las escenas más románticas de Intermezzo entre Leslie Howard e Ingrid Bergman. Previamente, con jabón casero, embadurnaban los camineros y cuando acudía presto el portero. Éste resbalaba y se estrellaba allá delante donde lucía el clásico cartel de: Nuestro Próximo Estreno.
Pero Paco, cuando los yanquis ya se lo querían llevar como tornero para la emergente industria de los plásticos, se arregló nuevamente con su novia, con la que tuvieron dos hijos; uno de ellos, Felipe, el mayor, compartió varios años de cana con su padre. Pero esa es otra historia que vendrá a su tiempo.
Paco era pintún, ganaba bien y compartía con su futuro suegro, y ganando plata fácil, un incipiente gusto por las carreras de caballos. El hombre era kerosenero en la época de la guerra y, tal como mi abuelo Ramón, no hizo plata. Pero no por las copas, sino por los burros. Doña Aída, mi vieja, en complicidad con la novia decidió avivar a Paco de tal desvío y un buen día le propuso:
–En vez de que te lleven la plata los demás, vos me la apostás a mí.
Y desde entonces lo bancó. No de a dos pesos como eran los ganadores que se apostaban entonces, sino de a 20 centésimos, aquellas gloriosas chanchitas de plata con las que me pagaban mis dos hermanos por lustrarle los zapatos cada semana.
Pero un buen mal mediodía de domingo, mientras todos comíamos los dorados ravioles de doña Aída, un 6 de enero, cuando se corría el Ramírez, el Tito, que nunca había apostado ni a la quiniela, le propuso a la vieja:
–¿Y vos no me bancarías una apuesta a mí?
–Otro tarado –respondió doña Aída–. Te viene bien una lección como a este otro.
Y lo bancó. El Tito, no conocedor del pedigrí ni de las últimas cuatro performances de su pingo, en una de las cuales le dejaron las llaves en el disco para que cuando llegase cerrara el hipódromo, le puso algunos 20 centésimos a Sacristán, un caballo perdedor argentino, de toda la vida.
Entonces el milagro se hizo y Sacristán llegó primero al disco. Pagó 54 pesos por boleto. El Tito fundió a la banquera doña Aída aquel domingo, cuando ya estábamos en nuestra casa propia de Colorado 1755.
Esa casa que, también de puro azar, habían adquirido los viejos gracias a un billete de lotería que mi viejo don Adolfo jamás compró.
Como cada año, lo había hecho su patrón de la empresa de pinturas, un tal Semino, al que le decían “Caramán”, nombre que le sirvió a Paco para nominar a un perro policía belga que se le pegó, como todos, con una piedra en la boca para que se la lanzase, y el Paco, al verle los dientes tan gastados por esa manía, cuando el perro se la devolvió, le aplicó tal piñazo en la boca que el bicho no sólo desistió sino que se le vino muy calmo detrás de él hasta Colorado 1755, donde pasó muchísimos años. Era policía, pero muy dulce y más bien chico. Fue el único perro que vi mamado. Un día vino Rodolfo Ucha, el bodeguero, a traernos una damajuana de Harriague, ése que hoy se llama Tannat. Doña Aída estaba baldeando el patio, y en un descuido la damajuana de diez litros se rompió. Cuando volví de la Imprenta Nacional para almorzar, y mientras saboreaba unos bifes a la portuguesa, miré hacia arriba; y en la puerta del altillo, donde comenzaba la escalera de hierro, allí, descubrí al perro observándome con una mirada extraña que no le conocía. Le llamé la atención a doña Aída, que estaba terminando de lavar los otros platos. Pocas veces la vi sentarse a la mesa. Tanto, que de niño imaginaba que las madres no comían. La vieja levantó la vista, y el Caramán, desde allá arriba, movió otra vez su cabeza extrañamente y le revoleó la cola. Fue entonces que doña Aída me dijo casi surrealísticamente:
–¿Sabés lo que pasa, Cuque? Ese perro está mamado. Mientras limpiaba los vidrios de la damajuana lo vi muchas veces lamiendo el vino. Está mamado hasta las patas, ¿No ves que te mira bizco?
Y el otro Caramán, Semino, aquel año le acertó con el 2º premio del gordo de Fin de Año que eran como 250.000 pesos, una fortuna para aquellos obreros suyos, como mi viejo, que cobraron unos buenos pesos con sus participaciones. Esa fue la base para que mi viejo comprase Colorado 1755, aunque él prefería alquilar, pero mi vieja insistía con el ancestral deseo de “el techito propio” cuando aún, creo, no existía ni siquiera el viejo Plan Habitacional del Banco Hipotecario y por el cual, luego, Paco, ahorrando pesito sobre pesito, superada ya la crisis lúdica de los pingos, pudo comprar su casa primera de Andrés Lamas casi Gral. Flores.
Tiempo antes, a mi viejo se le había producido otro milagro. Finalmente se podían operar aquellas úlceras que lo habían acompañado toda su vida. Era un tal Dr. Roca de la Asociación Española, el pionero.
Desde su cama de la Asociación Española, don Adolfo, en recuperación, compró un billete para la lotería de Reyes y éstos le trajeron el 5º premio de ese sorteo con el que ligamos todos. Amigos, familiares y hasta enfermeros. Cuentan que los empleados de La Española estaban tan enloquecidos que hasta distribuyeron mal las comidas y a deshora ese día. Y Penedo, un decano de los enfermeros, casi se desmaya cuando vio que en su casillero, tapado de números de lotería, había uno que resultó ganador. Y eso que dicen que, para observar a los pacientes, Penedo tenía un ojo clínico mayor que el de los propios especialistas.
A mí me tocó una parte del premio. No sé qué hicieron mis hermanos con la suya. Yo, aprovechando que uno de los dueños de la fábrica Roxana de chocolates vivía enfrente y yo me pasaba allí desde un día en que a don Adolfo, mi padre, le vino el tifus, me compré una acción, para no ser un poeta “morto di fame”. El primer año me pagó un dividendo de dieciséis pesos sobre cien invertidos. Al otro año se fundió la Roxana y terminó mi carrera bursátil abruptamente.
Nos mudamos a Colorado 1755 en el 48. Así lo fechaba aquel pergamino pegado a un cuadrito de madera muy de moda colgado junto a la cocina, que decía: “Hogar, dulce hogar”.
Y yo me sentí como si estuviese siendo el “protagonista inolvidable” de aquellas Selecciones del Readers Digest. Con que así estaban las cosas.
El Tito en facultad, el Paco tornero especializado y el Loquito, enfermo de pajas, listo para ir al liceo Rodó.

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