viernes, 10 de septiembre de 2010

Memorias de la guerra

El título completo del libro es: "Memorias de la guerra. Recuerdos, olvidos y silencios de ítalo-uruguayos". Esta investigación, basada en la metodología y las técnicas de la Historia Oral y apoyada en un importante acervo bibliográfico, recopila la memoria de ítalo-uruguayos que vivieron y sobrevivieron la Segunda Guerra Mundial en Italia y sus Colonias. Este trabajo pretende recuperar aquella historia de la "gente común", personas alejadas del poder que nunca hubieran pensado en escribir sus memorias. Es así como a través de las entrevistas aparecen los recuerdos que generan la risa, la emoción, el inolvidable dialecto, las vacilaciones, las lágrimas... y los silencios. En estas historias de vida, se cuenta del Duce, de las adhesiones a su régimen y de la resistencia partisana, aparecen anécdotas de los bombardeos, de la vida cotidiana, del amor y de los sueños. Los testimonios de estas historias, aquí recogidos, permiten entender cómo ellos pudieron transformar las situaciones adversas padecidas en la guerra (frustración, angustia, pérdidas materiales y afectivas), en ... respuestas positivas. En julio de 2010, ambas autoras, presentaron esta investigación en el XVI Congreso Internacional de Historia Oral, celebrado en la ciudad de Praga (República Checa).

viernes, 23 de julio de 2010

Mujeres de dos mundos (Ignacio Martínez)



Sueños del nuevo mundo


«Cuando la vida termina
puede comenzar la gloria
que os colocará en la historia
de la hazaña que ilumina...»


... cantó el juglar por las calles de piedra y entre las fuentes sin agua de las ciudades del reino; y así siguió cantando, día tras día, para todo aquel que lo quisiera escuchar, armando rueda a su derredor. Un caballero montado en elegante corcel lo sigue lo suficientemente cerca como para oírlo y a prudente distancia como para no interrumpirlo.
Del otro lado del océano, sentada sobre una piedra, rodeada de muchachos y muchachas bajo las hojas gigantes de una planta que los protege de la lluvia mansa, la mujer más anciana del pueblo narra, a su manera, la misma historia. Un hombre que tira de una llama se acerca al grupo para saber...
*****

Un hombre yace caído sobre la tierra húmeda. Lleva por vestido un pantalón raído, atado a la cintura con una cuerda fina, que lo cubre hasta por debajo de las rodillas, por donde asoman sus piernas flacas, amarillas, y sus pies descalzos, ampollados y cubiertos de una costra de barro seco.
El calor sofocante está en el aire espeso que el hombre no consigue aliviar, aun echado entre las tupidas sombras de los árboles gigantes, rodeados de mil enredaderas que hacen las veces de techo verde oscuro para dejar entrar apenas los rayos del sol del mediodía. Su torso desnudo también es de una palidez transparente, y cada bocanada de aire que inhala marca perfectamente todas sus costillas bajo la piel amarilla, como arenas del desierto donde el viento se ha encargado de formar pequeñas olas secas.
Los pájaros se han alborotado, pero no se mueve ni una hoja. Sólo la llegada del agua hasta el borde de la playa acompaña el canto de las aves con pequeños golpecitos chapuceros sobre el lodo de la costa. Lo demás es el murmullo eterno del gigante que corre. Hoy se encuentra más marrón que nunca. El sol lo llena de destellos entre las pequeñas olas, dándole los tonos brillantes a su cuerpo de agua y tierra que sigue su curso desde siempre, ronroneando unas veces, rugiendo como jaguar enfurecido otras.
El individuo caído levanta apenas su cabeza, pero no alcanza a ver el otro lado del río y se derrumba sobre el pasto tierno que hace las veces de almohada. No siente nada, y tampoco le importa saber que puede haber cientos de mosquitos gigantes zumbándole en las orejas y buscando dónde picar. Las tarántulas de patas peludas, más grandes que una mano grande, también deben estar asomándose entre la hojarasca, pero tampoco le importan. Ni siquiera lo inquieta la serpiente tan venenosa que anda cerca. Más bien se sentiría agradecido si esa serpiente Mapanare lo mordiera en los dedos de los pies y pusiera fin a la agonía que, contra todo pronóstico, sin embargo, no es un calvario sino un lapso de paz en medio de la sombra caliente y esos ruidos que sus oídos conocen muy bien y le resultan amigables, porque con ellos ha convivido gran parte de los últimos dieciocho o diecinueve años.
En su mente se borran los días, las semanas y los meses. El tiempo se ha detenido en alguna parte para que el hombre viva esos últimos instantes suspendido en un letargo que, de continuar, desembocará inevitablemente en la muerte.
Rostros conocidos lo invaden y habitan. Sus compañeros de armas, Antonio Carranza y García de Soria, que murieron, como tantos, envenenados por flechas amazónicas, parecen decirle que resista. Sus rostros no son de dolor, sino máscaras endurecidas por un veneno que los fue paralizando completamente, dejando sus ojos fijos, sin lágrimas ni brillo, sin permitirles parpadear, matándolos de a poco.
Ana, su esposa, la amazona blanca, la niña hecha mujer, de temple de hierro y ternura de algodón, también aparece ante él para decirle que la espere, que le indique dónde se halla para venir a buscarlo, pero el hombre no puede, su boca no dice palabra alguna y su único ojo mira fijo hacia el cielo, donde se mueven las nubes y los pájaros, dando cuenta del paso inexorable del tiempo y, por lo tanto, del viaje inevitable hacia el final, su final, en medio de su soledad poblada de infinitas variedades de aves y de plantas como en ninguna otra parte del mundo, pero soledad al fin, única manera que los seres humanos conocen para enfrentarse a la muerte.
Para el moribundo, la selva de voluptuosidad casi obscena, de multitudes incontables que observan, no impide la sensación, que lo invade ahora, de yacer en medio de la sencillez de una habitación sin muebles, oscura, con un mísero ataúd en su centro que lo contiene para dar el último paso.
El hombre piensa que el lugar es perfecto y que dios no ha podido elegir sitio mejor, para él, que ese codo del río gigante donde de un momento a otro se presentará la Iara. Aguarda. De a ratos siente voces y ve otras figuras que aparecen por entre las nubes que cruzan el cielo. A veces son arcángeles que descienden para llevarlo al reino celestial, pero pelean entre ellos porque algunos dicen que el Edén es allí, donde él está, y que ése es el lugar donde deberán desaparecer sus huesos y donde su alma del hombre descansará eternamente, porque allí está el Señor. Otros sólo quieren sacarlo de la selva y elevarlo al Paraíso, pero el hombre moribundo presiente que ya está en el sitio divino que dios le eligió como destino, y cierra los ojos y murmura alguna oración de ruego para que esos seres con alas y armaduras lo dejen allí; él mueve apenas sus labios resecos, quebrados, entre blancuzcos y morados, que no emiten palabra alguna. Trata de oír, pero no puede, lo lastiman las voces ahogadas de sus hombres, heridos de muerte con flechas untadas con curare que los va paralizando poco a poco, matando una a una cada función de sus órganos vitales y de sus músculos decrépitos hasta acabar con los intestinos, el estómago, los riñones y, finalmente, los pulmones y el corazón, que emitirá un último suspiro ronco pero estentóreo, digno de la muerte de hombres aguerridos, valientes, capaces de cruzar los Andes caminando y de sucumbir en medio de la selva caliente, insoportablemente húmeda, atravesados por los dardos y las flechas lanzadas a veces por varones invisibles, a veces por mujeres de un solo seno.

martes, 20 de julio de 2010

ESTALLIDO CELESTE



Los autores de este libro, que fueron elegidos entre escritores, periodistas, comunicadores de fuerte arraigo y acostumbrados a dar y formar opinión, respondieron a la misma pregunta: ¿Cómo vieron y qué dejó la selección uruguaya que jugó el Mundial de Sudáfrica?
Queríamos tener una muestra representativa de la inteligencia uruguaya y creemos que la obtuvimos. Naturalmente se podrían armar otras muestras posibles y quizá se lograra el mismo positivo resultado: diversidad, fineza, sensibilidad, buena pluma, perspicacia, agudeza y hasta humor.
La editorial eligió bien y ellos aceptaron el reto enjundiosamente.
¿Qué dicen?
He aquí la primera impresión que me provocó la lectura de estas crónicas y, en algunos casos, pequeños ensayos (que aparecen ordenados alfabéticamente por autor salvo una excepción que explico después).

Luciano Álvarez no resisitió su impulso futbolero: eligió los tapones, se calzó, se puso la celeste sobre la camiseta rayada y salió a gambetear los mojones de la historia de Tabárez con entusiasmo y aplicación. No se detiene en el arte, se encandila con el drama de los momentos decisivos en que la vida de una persona cambia radicalmente, en este caso, un gol de último momento, una mano — ¿de Dios o del Diablo?— que salva un partido en el pitazo final.

Daniel Baldi, coetáneo de algunos de los seleccionados, futbolista y escritor dice haber llorado por primera vez frente a un televisor. Profesional experiente y conocedor del mundo oscuro que a veces rodea al fútbol, vivió en forma desdoblada el mundial de la celeste: una parte –la del sentido común—le decía que no se ilusionara, que alcanzaba con haber llegado; la otra —el Baldi entusiasta que jugando en Cerro o en Bella Vista puede arremeter en las concentraciones con libros bajo el brazo, lápiz y papel para escribir en los tiempos libres— le alentaba la esperanza finalmente concretada.

Mario Bardanca, el único periodista deportivo convocado a este emprendimiento, celebra encendidamente el buen éxito de un modelo de actuación y lo analiza con especial cuidado. Ve su profecía cumplida. Acérrimo enemigo del caos en la AUF, de la privatización de la celeste, de la falta de planificación, creyó y defendió en todo momento la concepción de trabajo de Tabárez, señalándolo como el único camino serio para reencontrase con buenos resultados en la cancha.

Jaime Clara hurga en las claves del misterioso fervor que se respiró en esos días, el firme y creciente copamiento del espacio público por la gente embanderada, el estallido celeste. “No solo por la pinta sedujo la Selección —dice—. Tampoco por un juego exquisito ni por su condición física”. Hubo algo más que la gente descubrió.

César di Candia se ocupa de demostrar que este equipo realizó el más laborioso esfuerzo en la historia de las grandes conquistas del fútbol uruguayo, aumentando así el mérito de Tabárez y su grupo. Y no se priva de comparar los valores que trasuntaron estos muchachos con los desaciertos o, directamente, las insolencias en el comportamiento de laureados —o fracasados—planteles de la historia de nuestro fútbol.

Adolfo Garcé, el optimista, nos quiere convencer de que la celebración —el jabulani criollo— está en perfecta sintonía con lo que sucede en el país. Él nos ve como una nación que ha aprendido de sus errores y que, en casi todos los ámbitos, se va superando. Correlaciona directamente la percepción sobre el país y su futuro —medida por encuestas— y las ganas de festejar y le extiende el certificado de defunción al país del bajón.

Macunaíma es poeta, no hay vuelta. Exitoso emprendedor publicitario, todo lo ve arropado en literatura y música. Entrañables recuerdos de antecesores humildes llegados de Brasil, Maracaná y la gesta actual se amalgaman con una onírica invitación a Darnauchans a presenciar el partido con Corea del Sur.

Cristina Morán, en su espléndida madurez, no puede menos que comparar lo vivido en 1950 y lo de ahora. Certifica que el entusiasmo, la pasión no se esfuma con el tiempo. Le tocó vivir este Mundial en plena filmación de una comedia televisiva y compartió con el equipo binacional (argentinos y uruguayos) las alegrías y las ansiedades.

José Rilla atrapa e inquieta. ¿Es posible que tenga ojos de abeja —con sus miles de lentes y especial sensibilidad para detectar movimiento— para observar éste y otros acontecimientos en su complejidad y dinámica? El placer futbolístico, la fiesta vivida no obnubilan su perspicacia, más bien lo motivan a escarbar en el fútbol mismo, en los cambios culturales del país, en los motivos del festejos…y en las cuentas pendientes que tenemos.

Blanca Rodríguez, recordando a aedas y trovadores, nos habla de los héroes antiguos y sus sucedáneos actuales y, con absoluta precisión, devela la razón de la alegría y el orgullo colectivo: un comportamiento digno, más allá del despliegue futbolístico, y, sobre todo, sin soberbia. Esa conducta es la que nos permite sentirnos bien representados. Blanca dice sentirse bien. Casi todos nos sentimos bien.

Cuque Sclavo se encarga de celebrar la insolencia de estos muchachos, protagonistas de una fiesta a la cual no fueron invitados, vengándose, con humor, de Jules Rimet y su fenomenal desconcierto con el triunfo uruguayo en Maracaná.

Dejé por último a Leonardo Haberkorn, el agudo y escéptico periodista. En medio del mundial fue quien me propuso esta idea de conjuntar distintas vivencias y reflexiones sobre el evento, que dio origen a este libro. La estupenda iniciativa estaba fogoneada por su peripecia en esos días. Haberkorn nos habla —en su artículo— de su antiguo enamoramiento de la celeste, limado por una larga decepción que terminó en total indiferencia hacia ella, y de cómo esta Selección fue resucitando, en él, al hincha muerto con renovada capacidad de deslumbrase.

Gracias a todos los que escribieron, gracias por lanzar al ruedo su espíritu vital como lo hizo tanta gente de otra manera, en la calle.
EC

lunes, 19 de julio de 2010

Tropezones y porrazos. (César di Candia)

Tropezones y porrazos, de acuerdo al propio autor, “continúa la tónica mostrada por su predecesor y hermano de leche Resbalones y caídas .... [y] persigue el mismo fin”. Por lo tanto, aparecen acá más de 200 episodios extraños, cómicos, dramáticos... protagonizados por personas más o menos conocidas que confirman o contradicen o complementan las imágenes que de ellas tenemos, ofreciendo al mismo tiempo una idea del país de ese momento. Las características de los sucesos seleccionados, su variedad, y la forma inesperada con que se imponen al lector brindan al libro un atractivo que incluye solaz, diversión, asombro, admiración, rechazo, desprecio.

Tropezones y porrazos. (César di Candia)


Prólogo


Los preámbulos que suelen escribirse para los libros andan siempre de cabeza gacha, a causa de la vergüenza que les provoca no ser leídos por casi nadie. Algunas veces, se originan en el compromiso de un amigo del autor, otras, en la urgencia de este mismo por golpearse el pecho y exponer sus propios merecimientos, y las más, en la necesidad de justificar entre los lectores el contenido de un libro que ellos generalmente ya conocen. Descartados por su falta de decencia los dos primeros motivos, queda indemne el último, que siempre está herido de muerte por su propia inutilidad. Inmersos en ese trance, habría que decir entonces que Tropezones y porrazos continúa la tónica mostrada por su predecesor y hermano de leche (a veces de mala leche) Resbalones y caídas, que su título no es más que una repetición sinonímica del anterior, que como éste persigue el mismo fin, y que su esencia es tan parecida que bien pudo haber sido parte del libro anterior y no lo fue por razones de tamaño. Otras explicaciones huelgan: se trata de un trabajo estrictamente periodístico para el cual los archivos, la memoria y la paciencia han colaborado activamente aportando datos curiosos, extraños, cómicos, extravagantes e incluso patéticos acaecidos en la política nacional durante los últimos cien años. No ha habido malas ni buenas intenciones. Solamente rigurosidad.


Himno Nacional: ¿ópera o murga?

La ejecución del Himno Nacional en ritmo de murga, que asombró a la gente el último día que jugó Uruguay por las eliminatorias para el Mundial de Fútbol, trae al presente otros avatares de la más representativa música nacional, vividos a través de los años. De acuerdo a una prestigiosa revista que salía al comienzo del siglo pasado (*), nuestro himno no tuvo un parto fácil. Ocho años después de la declaratoria de la independencia, el país seguía sin tener una música que lo identificara. Según Isidoro de María (**) hubo una primera, compuesta por un señor Barros y ejecutada con gran pompa en 1833 en el teatro San Felipe, que no le gustó a nadie. Luego se probaron tres partituras más de los profesores Smolzi, Sáenz y Casalli, con igual efecto negativo. En 1845 se organizó un gran certamen musical, y tres años después, con las firmas de Joaquín Suárez y Manuel Herrera y Obes, se declaró oficial la música compuesta por Fernando Quijano, un guitarrista aficionado, que fue orquestada por Debali. En 1900, la revista de referencia denunció que «toda la introducción» (no el resto) había sido plagiada de una ópera poco conocida del compositor Gaetano Donizetti llamada Lucrecia Borgia, más específicamente de una parte a la que el maestro italiano denominó «Coro de Gondoleros». Quien escribe estas notas escuchó la obra una sola vez en el SODRE y da fe de que es idéntica. No hay datos de que la radio oficial la haya vuelto a pasar, ni siquiera de que conserve la grabación, pero no ha de ser tan difícil conseguirla y comprobar.

(*) Rojo y Blanco, número 7,
Ed. Dornaleche y Reyes, 29 de julio de 1900.
(**) Isidoro de María, Montevideo antiguo,
Ed. Biblioteca Artigas, 29 de junio de 1957.

Disidencias

Las relaciones que mantuvieron entre sí algunos rehenes tupamaros encarcelados por la dictadura en las peores condiciones imaginables no fueron tan buenas como cuenta la leyenda. Jorge Zabalza le contó a un colega del movimiento (*): «En 1978 estábamos totalmente neuróticos. Estábamos los tres peleados. (Se refiere a él, Marenales y Sendic.) Las mismas reacciones que teníamos con los milicos las teníamos entre nosotros. (...) El Bebe nos colgó el tubo (no nos habló) durante un año». Julio Marenales fue más explícito en sus declaraciones. «Tenía reacciones irracionales. Habíamos reclutado en Paso de los Toros a un soldado que incluso le llevó mensajes a Tabaré Rivero en Libertad. El Bebe le pidió ácido para romper la pared. Le dije que no existía ácido, que disolviera el ladrillo y el Bebe se enojó con nosotros acusándonos de haberle dicho al soldado que no trajera ácido».

(*) Samuel Blixen, Sendic, Ed. Trilce, 2000.


Lacalle, según Larrañaga

Entrevistado por un semanario el senador Jorge Larrañaga, autodefinido en la nota como «difícil de arrear», juzgó de esta manera el gobierno de su correligionario Luis Alberto Lacalle: «Fue un gobierno que tuvo muchos aspectos positivos pero se perdió la oportunidad de haber sido un gobierno excelente por un defecto que a mi juicio tuvo, que es la excesiva vanidad en algunos de sus integrantes. (...) Creo que muchos aspectos positivos de su gestión fueron opacados por directa responsabilidad de algunos de los integrantes de su gobierno, que no desplegaron su acción con la humildad que el ejercicio del gobierno supone. Y encima de ello ciertos aspectos de corrupción que lo terminaron opacando»(*).

(*) Crónicas Económicas, 13 de junio de 2003.

Preocupación

El mismo día del golpe de Estado de 1973, el presidente Bordaberry (ya convertido en dictador) pronunció un discurso transmitido en cadena en el cual expresó: «Este paso que hemos tenido que dar no conduce y no va a limitar las libertades ni los derechos de la persona humana» (textual, subrayado del autor).


Los tupamaros jamás ganarán

De acuerdo a una opinión del ex presidente de la República doctor Julio María Sanguinetti, el Movimiento de Liberación Nacional no tenía la menor posibilidad de acceder al poder. En una entrevista que le realizara en 1986 el periódico Argentina News, editado en inglés en Buenos Aires, y recogido el 10 de marzo del mismo año por el diario Clarín, Sanguinetti declaró: «El movimiento tupamaro no tiene posibilidades electorales en Uruguay, ya que nunca tuvo una implantación popular importante. Los tupamaros fueron un movimiento de élite que no alcanzaron nunca simpatía ni penetración en los sectores populares del país. (...) Personalmente, creo que ni sus propuestas ni su pasado permiten pensar que puedan alcanzar un nivel de aceptación ni siquiera mínima en el país”.

miércoles, 23 de junio de 2010

Cuque Sclavo. Desde el paraíso


Escribió Tito: Cuando a sus ochenta y seis años, viviendo ya en Tacuarembó, se me ocurrió invitarla a venir conmigo al Taller Literario Municipal, no fue difícil obviar sus débiles reparos centrados en el hecho de que ella “apenas si tenía primaria”. Así fue que asistió a las reuniones hasta que la precariedad de su vista comenzó a limitárselo. De su asistencia, quedó en Presencia, la publicación del taller, el relato siguiente:

EL PERCHERO


Fue por el año treinta y dos que nos fuimos a vivir por Caridad y Millán. Era una modesta casita de tres piezas a la calle, un zaguán y nada más que una “casi cocina” y un “casi baño” que mi marido supo convertir en algo más usable, con nuevos water y duchero, así como una cocina económica en la cual hacíamos a la plancha jugosos churrascos y boniatos asados al horno. Ya teníamos un niño de tres años y un embarazo de pocos meses.
A pesar de lo precario de la vivienda, había algo muy hermoso y eran las tres ventanas a la calle, tres árboles de paraíso y enfrente un “palacio” (así lo llamaban en el barrio) que no era más que una casa de tres pisos que terminaba en una torre con mirador.
Mi esposo trabajaba en la construcción como pintor, y en las horas que podía robarle a su descanso trataba de dar comodidad y belleza a su hogar. Una noche, mientras encaramado en un andamio en el zaguán adornaba sus paredes con paneles de yeso que le daban más categoría a nuestra casita ajena, a eso de las doce, se le perforó una úlcera de estómago y lo operaron a las dos de la mañana en el Hospital Maciel para evitar el riesgo de peritonitis. Se repuso en pocos días y volvió a la lucha diaria. Dos meses después nacía el segundo bebé y había que redoblar esfuerzos; yo lo ayudaba cosiendo y bordando, ya que en ese tiempo estaba muy de moda el bordado y yo tenía dos máquinas de coser; lo que hoy se diría una pequeña empresa. Al abrir las ventanas, un suave perfume proveniente de los paraísos inundaba toda la casa. Uno de ellos estaba precisamente frente a la puerta y a la ventana de la pieza en la cual yo cosía, por lo cual solíamos colgar un columpio en el cual nuestro bebé pasaba gran parte del día vigilado por su hermanito y mimado por los vecinos que, al pasar, le daban un hamaconcito y a veces me decían por la ventana: “el nene se durmió”.
A medida que crecía lo íbamos bajando, acercándolo a la vereda, de modo que hacía fuerza con sus piernitas. Así se fue criando el segundo, y a los cuatro años menos dos meses, como la otra vez, llegó el tercero y nuevamente volvió a entrar en juego el columpio; de modo que aquella rama que lo sostenía ya formaba parte de la familia. Cierto día un señor mayor que solía visitar el barrio se paró mirando el árbol vacío y me preguntó: –¿Qué pasa, no da más frutos? Antes daba un niño cada cuatro años.
Pero vino la poda y yo veía con temor que me cortaran la rama ya castigada por el rozar de la cuerda y no le sacaba los ojos de arriba, ya que los miraba por todas las ventanas. Se me apretó el corazón cuando vi caer aquel tronco querido. Al rato estaba en el camión. Le di unas monedas a mi hijo mayor para que les entregara. Él vino muy ufano con la horqueta que mi esposo barnizó y acondicionó. De modo que por muchos años nos sirvió de perchero y continuó formando parte de la familia.

Aída Armán de Sclavo


¿Esa casa de la calle Caridad l406 tenía claraboya? Debió tenerla, porque aquella escena tenía esa luz.
Allí, en la mesa, creo que después de haber comido sus dorados ravioles, un domingo, mientras mi viejo don Adolfo dormía su siesta, mi vieja doña Aída, no sé por qué, nos hizo sus admoniciones de futuro a los tres hermanos: Ñato, el mayor, que después fue Luis, para volver a ser Tito luego de su liberación en Libertad; Pirulo, que después fue Lalo, Calleja, y finalmente Paco, definitivamente su alias como guerrillero tupamaro; yo, el menor, que siempre fui Cuque, más conocido en el ámbito familiar como el Loquito. Nos separaban cuatro años y un mes. Tal como ocurría con las elecciones de aquella época. Nacimos en la calle Caridad 1406, excepto mi hermano mayor que creo que fue en el Visca por algún problemita. Teníamos un jaulón pequeño con varios canarios que fue deshaciendo mi padre a medida que sus úlceras en el estómago iban creciendo, inoperables entonces. No tuvimos animales hasta que llegó el Pucho, nuestro primer perro que fue, por derecho y justicia, el perro de Paco quien siempre actuó como el san Roque de la familia y a quien no hubo perro que se le resistiera. Ni él a ellos.
La calle Caridad, hoy, en homenaje a un médico del barrio que destinaba un día de la semana a atender gratuitamente a los pobres, se llama Fiol de Perera.
El Reducto era un barrio de gente trabajadora en su mayoría, algunos comerciantes prósperos y otros fracasados, empleados públicos altos, y otros no tanto, gente de UTE a quienes les quedaba cerca, allá en el Arroyo Seco, y algunos profesionales de mayor potencial económico en un Montevideo de los 30, capital del fútbol mundial. Una ciudad de tranvías y ómnibus con plataforma, poblada de canchas de fútbol y con dos cines por barrio por lo menos, con sus obligatorias panaderías de uso en las largas matinés de cuatro películas, sinopsis varias y un episodio de una serie que continuaba cada semana y en las que John Wayne siempre iba a ser aplastado por un tren o apretado por unas paredes corredizas y asfixiantes.
La casa de la calle Caridad 1406 tenía tres cuartos que daban a balcones donde se ponían a orear los colchones unas veces y en otras oficiaban como tableros de básquetbol, hasta que nos consagrábamos y entrábamos como categoría “cebollitas” en el León XIII de los curas, que luego, laico, pasó a llamarse Reducto.
La habitación más cerca de Millán era el cuarto de trabajo de doña Aída, modista aunque sin el nivel “haute couture” de la tía Elvira que trabajaba para gente muy paqueta. La tía Maruja se dedicaba a bordar los logotipos de los uniformes de Shell o de la CUTCSA, entre tantos otros. El de Shell era su capolavoro. La recuerdo, doblada sobre su máquina a pedal, dibujando en filigranas la figura monstruosa del Gargoyle.
Otra habitación, pasando la puerta de calle, era el dormitorio que habitaban mis padres y un viejo piano vertical que perteneció a mi madre, que era completita pese a provenir de un hogar gallego con padre borracho, pero bueno, y que fue el único carnicero en este país que no se hizo rico. Se lo gastó todo en copas. Y después venía y cascaba a todos. La primera en ligar era mi abuela Dolores, una galleguita breve y sonriente, nacida en Leiloyo que vivió hasta su muerte de 96 años con mi tía Elvira en las Galerías Carulla, una hermosura que aún se conserva y que tiene una salida por Millán y otra por Vilardebó. ¡Qué filloas que hacía! Y ¡cómo nos dejaba sin aire cuando la acompañábamos al Mercado de Goes!
Finalmente estaba el cuarto de los tres hermanos Sclavo. Y adentro, una cucheta de lapacho hecha por don Adolfo que era pintor finalista pero que sabía hacer de todo. Menos nenas, decía mi madre y él le retrucaba:
–Eso no está comprobado. A lo mejor sos vos la que no sabe.
Abajo dormía yo y tenía como techo una tabla de madera sobre la que dormía, por los problemas de columna experimentados en su desarrollo, mi hermano mayor, entonces Ñato, aunque tenía un naso regular y al que sólo le faltaba pelo en las uñas y los dientes. Aquella tabla fue más tarde el confesor de todas mis fantasías y el absolutor de mis primigenias experiencias masturbatorias.
En la pared opuesta dormía Paco. Era una cama que también construyó mi viejo y que durante el día era un enorme cajón que colgaba de dos ganchos adosados a la pared. Ese cuarto lo recuerdo cada vez que veo el de Gene Kelly en Un americano en París.
Al fondo, una cocina tan pequeña que cabía sólo mi vieja y a la que daba una escalera de hierro que llegaba al altillo donde mi viejo reparaba radios para complementar sus aportes, el que a su vez daba a una azotea desde donde mi hermano mayor vio pasar el Zeppelin. Hay fotos de 9 x 9, de una Kodak cajoncito. Desde allí teníamos una vista hermosa de la UTE, las vías y la bahía.
Luego venía un corto pasaje, a modo de patio, cuyo protagonista era la mesa del comedor diario. El menaje se guardaba en un trinchante que estaba en el cuarto de trabajo de doña Aída, al lado de cuya puerta estaba instalada una heladera que también había sido construida por mi padre. Era de lapacho también, tenía gruesísimas paredes recubiertas por láminas de metal en su interior y funcionaba con barras de hielo que, a medida que crecíamos, debíamos ir buscar al depósito de las Fábrica Nacional de Cerveza que lindaba por un lado con el vienés y familiar Parque Munich y, por el otro, con la diabólica Quinta de Bartolo por cuyas avenidas circulaban los coches trayendo parejas que lo erigieron como su “templo del amor”.
En invierno, cuando la guerra, en ese pasillo, frente al dormitorio de mis padres, teníamos una estufa portátil llamada calorífero. Era un consistente tacho de grueso metal al que alimentábamos con cisco de carbón durante todo el día y que oficiaba como microondas a veces, en otras como fuente calórica, y finalmente como tostador de pan viejo que a su vez se hacía golosina cuando la manteca y la jalea de membrillo casera eran untadas por doña Aída. Pero por sobre todas las cosas era un aglutinante familiar donde se charlaba, se tomaba el café con leche y se escuchaba religiosamente a los Caporale Scelta, dos hermanos culturosos que lo sabían todo, los informativos de la guerra (mi viejo era un experto, yo lo oía como quien escucha a Gardel) y los episodios de Juan Cuello, un matrero que interpretaba Mario Rivero, faltaba más, y cuya cortina musical me daba terror y de la cual el brazo de mi padre o la falda de mi madre entonces me protegían hasta que comenzaba la parte actuada. Creo que era Berlioz.
La casa de la calle Caridad 1406 tenía tres balcones, tres hermanos y tres árboles de paraíso que nos daban sombra, perfume y otra cosa que ningún otro árbol me dio jamás: cobijo. Efectivamente, cuando ya estábamos lo suficientemente preparados como para enfrentar este valle de lágrimas, sobre todo yo, que fui y sigo siendo muy llorón, nos colgaban la cunita de una rama de paraíso, el que está más hacia Millán, donde finaliza el repecho de la calle Caridad que comienza en Arroyo Grande.
De esa rama pendía un Sclavo Armán cada cuatro años menos dos meses. Hasta que doña Aída y don Adolfo desistieron de intentar la imposible nena. Con decirles que, a instancias de mi abuela Dolores, doña Aída, que no era católica militante –mucho menos cuando estaba casada con un batllista como don Adolfo quien luego desengañado se hizo socialista– hizo entera la novena de la Virgen de los Dolores y prometió que, en caso de nacer nena yo, me pondría su nombre en homenaje a mi abuela, pero por sobre todo como un agradecimiento por el don que nos había otorgado aquella Virgen.
Pero volviendo al paraíso, que es y será nuestro, siempre, mi madre podía hacer entonces sus labores sin temor a que nada nos pasase. Tito, entonces Ñato, vigilaba la cunita de Paco, que entonces era Pirulo, y luego vigiló la de Cuque, que siempre fue Cuque. Para mayor tranquilidad, cada tanto, Herminia, la aprendiza de mi madre, nos echaba una ojeada. Y por supuesto, los obreros que iban y venían de sus turnos en las fábricas. Los de la Compañía General de Fósforos, los de la metalúrgica de Mantero, los de Laboratorios Galien… Y todos ellos anunciados por sus sirenas respectivas que nos servían de reloj. También nuestros proveedores: Rogelio y su carro de verduras, Germán y su burro, el de la carne, don Goyo el del almacén que tenía el tablado, las putas y sus “fiolos” de los quilombos de Caridad y de García Peña, a quienes, luego, ya más grande, yo les haría mandados. Y los eternos silbadores ¡cómo se chiflaba en aquel Montevideo, Dios mío! Mi viejo era un crack, podía pasarme el día entero escuchándolo. Afinaba un montón. Tenía un violín y como era zurdo le colocaba las cuerdas al revés. Contaba mi vieja que una vez le dio una serenata, de novios, ella tenía trece, con un peine fino cubierto por una hojilla que sonaba como una trompetita, acompañado por dos amigos con sus guitarras. Además, me enseñó a bailar tango, aunque nunca fue hombre de la noche dada su condición de obrero; no obstante fue Campeón de Tango del Reducto.
–Pero ojo, vos estás aprendiendo. Bailá de la rodilla para abajo, no andes haciendo macacadas y no muevas el brazo como si estuvieses dándole bomba a un Primus.Y no bailes todavía con petisas que son un bollo. Bailá con mujeres grandes. –Así lo hice y conquisté a Irene, hija de un violinista de orquesta típica y que era grandota. Ambos aprendimos el tango, junto a tantas otras cosas de la educación sentimental de la época. Fue un largo romance de barrio. Más veterano lo bailé con Dahd Sfeir y con Idea Vilariño. Algunos audaces dicen que fue la mejor pareja de tango que ellos vieron. Modestamente. Ahora me tropiezo hasta con mi sombra cuando lo intento.
¿Tenía claraboya la casa de la calle Caridad 1406?
Debió tenerla. Y si no la tuvo, tal como la tuvo después nuestra casa propia de la calle Colorado 1755, se la pongo ahora.
Aquel domingo, mientras el viejo dormía la siesta, la vieja nos hizo un libreto a cada uno. Al Ñato, luego Tito, le dijo:
–Vos andás bien en matemáticas, en física y química. Vos vas a ser científico.
Al Pirulo, luego Paco:
–Vos tenés habilidad con las manos, como tu padre. Vas a ser operario.
Luego, me miró a mí, al Cuque, al Loquito y me dijo quizás desconsoladamente:
–Vos vivís en las nubes –y luego de una pausa angustiante la completó–: vas a ser un poeta “morto di fame”.
¿Por qué me lo dijo en italiano, me querés decir? ¿Para hacerla más liviana?
El golpe ya me lo había dado. El Doctor en Química, ya veteranos los tres y compartiendo una cena exclusiva sin mujeres, sólo para nosotros tres, me confesó que a él lo que le hubiese gustado era ser escritor como yo, pero que con eso no hubiese podido mantener una familia.
–Así que ahora que me jubilé, cierro el laboratorio y me pongo a escribir. –Y lo hizo después de la cana y todo. Además, no sé si como revancha, se llevó a la vieja a vivir con él.
El Paco tuvo varias vidas. Fue tornero, estanciero, granjero, criador, guerrillero. Pero lo que a él le hubiese gustado ser era ingeniero. Quizás por eso, aparte de su gran amistad y afecto con Sendic, con quien compartió desde el comienzo al fin su lucha tupamara, fue con el ingeniero Juan Almiratti, especialista en fugas, como Bach, con el que fueron compinches en inventos.
En cuanto a mí, supe tener siete vidas como los gatos de este hemisferio y me gustaría tener nueve como los del Norte. Pero durante esas siete hice todo lo que quise. Escribí de todo, desde avisos publicitarios hasta candombes, letras de murga, novelas, obras de teatro y TV, guiones de cine, e incluso canciones de cuna para mis nietos recién nacidos. Todo publiqué, menos poesías. (Aunque tengo un ropero lleno de ellas, tal cual le confesaba al médico, aquel loco por las tortas fritas, pero se irán a la tumba conmigo.)
Y de hambre no me morí. Es cierto, vieja. Pero ¿te acordás cuando en 1959, el año de las inundaciones, te dije que iba a escribir libretos para radio? Te reproduzco el diálogo:
–Y ¿de qué son los libretos?
–De humor. Es para La Pensión 64, una audición cómica en Carve
–¿Vos, humor? Pero si sos un amargado…
Este año se cumplen mis cincuenta años de humor rentado. Lástima que no estés aquí para verlo.
Pero gracias a vos, eternamente. Porque fuiste siempre la dueña de todas mis palabras.
En cuanto a tus libretos para los tres hermanos Sclavo Armán, hijos de Aída Armán, modista, y Adolfo Sclavo, pintor, los tres te decimos como Gardel en Por una cabeza:–Y la barra completamente agradecida. Sentí la barra…

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Segunda parte de: Desde el paraíso


Nunca tuvimos coche. En Caridad 1406 había tres bicicletas. Una con ruedas macizas, la más chica, servía para el aprendizaje. Sin rueditas auxiliares. A porrazo limpio. La más grande era la que el viejo usaba para trabajar y a la que yo, en mi viaje iniciático, le hice un ocho a la rueda delantera. Y la mediana, una Olympia, imitación media carrera con canastito para hacer los mandados, a la que bauticé fanáticamente Lulú Belle por aquel tanque que tenía Humphrey Bogart en Sahara, película que vi unas dieciséis veces. Era utilitaria. Tenía la doble función de traer víveres y de recaudar los pagos de las clientas morosas de la vieja y gracias a lo cual llegué a percibir hasta un 20% de estas moras. Capone, como verán, era un bebé de pecho, a mi lado.
Era una labor que uno heredaba, tal como lo fue la ropa, toda la vida, de mis hermanos, quienes a su vez la heredaban del viejo. Ya que los hermanos Sclavo, después del primer gran estirón, quedábamos más o menos en lo que éramos y ya no somos ahora, más encogidos.
Así sucedió también con el reparto de programas del cine Mundial que conseguí por nepotismo del Paco. Felizmente mi carrera cinematográfica fue más exitosa que la suya. Llegué a atender el teléfono del cine, en el cual, con el inglés aprendido de las sinopsis y con mi mejor acento, informaba a los futuros espectadores. De allí ascendí a otras responsabilidades, como ser el encargado de ir a buscar a Glucksman, en Río Branco y 18, los programas de la semana, que luego repartía en almacenes o haciendo las prolijas flechitas que insertaba en las persianas de los hogares. Luego obtuve pingües ganancias mediante la corrupta práctica de acomodar a las parejitas en las últimas filas con el fin de que apretasen tranquilos. Me retiré, en plena gloria del cine, cuando comencé el liceo Rodó, siguiendo las huellas de mi hermano mayor quien ingresó a éste a los once años y sin dar el temible examen de ingreso.

El Paco, el operario, marchó a la sacrificada Escuela Industrial y crió callos puliendo metales hasta hacerse aquellas llagas que curaba con sus propios orines.
Mi hermano mayor fue al Rodó y aprendió, entre otras cosas, que ser el hijo del director Acosta y Lara, aquel “Macoco” que le copiaba los escritos, era ser merecedor de mejores notas que él, porque así las profesoras hacían méritos con el “dire”. Pero el Tito tuvo su revancha. Jugaba bien y marcaba mejor. Un buen día marcó a Macoco, quien pasaba sus mañanas tirando en los aros en Trouville, y no lo dejó embocar ni una. Al final del primer tiempo en la práctica del Seleccionado del Rodó, Macoco arrojó la camiseta y se fue llorando.
Yo era el más perro jugando al básquetbol. Más que la camiseta me pesaban mis hermanos, que jugaban mejor que yo. Luego me pasó lo mismo en la Escuela Municipal de Arte Dramático, en Club de Teatro y hasta en la agencia de publicidad donde su dueño, el Pancho Vernazza, me daba flor de paliza, hasta que le perdí el miedo.
Con la literatura fue otra cosa. Fui un inconsciente. El primer premio me lo dio Onetti por una novela. Arturo Sergio Visca me dio otro por una novela que nadie pudo comprar porque la dictadura había confiscado la librería de la editorial que lo había impreso. Por una de esas paradojas dignas de esa época, algunos ejemplares de ésta ingresaron a la biblioteca del penal de Libertad. Fui más leído por los presos que por los que aún estábamos libres. El premio me lo dio el Ministerio de Educación y Cultura un viernes. El lunes devaluaron el dólar y el premio no me sirvió ni para comprar maníes.
Pero mi primer premio, y perdónenme ustedes y hasta mis hermanos por mi divismo, lo conseguí a los nueve o diez años, en un concurso que organizaba radio Femenina, por un cuento de una alfombra mágica que se achicaba cada vez que aquel niño le pedía un juguete y que yo se lo había afanado al Balzac de La piel de zapa. Con el tiempo, me consolé del plagio, pensando en aquellos a quienes habría chorreado el gordo francés ese que escribía de pie, en un atril y de zapatillas, ése que después fue tan importante en mi vida como Julio C. Puppo (El Hachero). Gracias a ambos, observando a la gente, dejé de aburrirme en los tranvías.
Pero el premio ese de la radio Femenina, que pasaba jazz todo el día, hace relación con el zaguán de la casa de Caridad 1406 y que yo omití en el pasaje anterior. Ese zaguán que hacía fresco y soportable el verano y donde tuvimos nuestro primer polígono de tiro. Sucede que teníamos una escopeta Diana de aire comprimido y a mí, que nunca disparé otro tiro que con una 22 y la perdiz se cagó de risa, me fascinaron y me fascinan todas las armas, no sé por qué. Siempre las usé como utilería para mis primeras películas, así como las sábanas con las que me vestía de árabe. Era guionista, director y actor de mis propios filmes, algo como lo que haría Clint Eastwood varias décadas después.
En el zaguán colocábamos las cáscaras de los huevos que la vieja nos hacía tomar diariamente y, en la época de la guerra, no sé si nosotros o el viejo les pintábamos las caras de Hitler, Mussolini y el emperador Hirohito y los curtíamos a chumbazos, que muchas veces se incrustaban en la pared trasera de la puerta de calle.
En ese zaguán, una tarde de diciembre, cuando me dieron el premio en radio Femenina y leí mi cuento afanado, me recibió mi viejo, satisfecho, aunque no era para nada demostrativo y, acariciándome la cabeza, me dijo:
–¡Bien, pibe!
Ese zaguán, como buen zaguán que era, me abrió la cabeza ese día.
En aquel tiempo el Tito laburaba de día en una sociedad médica llamada La Fraternal Unida y estudiaba en el preparatorio del nocturno que, también, luego heredé. Allí formaron un cuadrito donde jugó el Paco, cuando un conflicto en la Liga de Básquetbol de los grandes. Tenían en la camiseta la insignia del liceo, que era un murciélago. Y una crónica de la época habla de aquel diciendo:
“El liceo nocturno, la gente del Murciélago, aportó buen básquet y figuras interesantes. No faltaron, no podía ser menos, émulos de Drácula (esto era por el Flaco Bengoechea que era ‘Peso Lástima’) ni de Wilfredo el Velludo, aquel rey que se dice era un felpudo con ojos”. Eso era por el Tito que era muy peludo.
Tanto que, por aquella época, Wimpi había creado un gaucho mentiroso llamado Don Claudio Machín, recogiendo ese folclore de mentiras de fogón que Juceca pondría luego al día con un tono surreal propio de los 60, y uno de los cuentos de Don Claudio hablaba de un gaucho tan peludo que, cuando en la noche de bodas se acostó desnudo junto a su “prienda”, ésta exclamó: “Lindo mameluco, Rodríguez. ¿Ande lo agenció?”
Pero el Tito era atractivo, aun con esa pelada incipiente que siempre lo acompañó y que exacerbaron los milicos durante su estadía en el “hotel” de Libertad. Intelectual, sabía conquistar corazones. Entre ellos los de una poetisa, también la hija de un jefe de ferrocarriles de la estación Peñarol y su definitiva Lydia, su alumna de Análisis Cualitativo que era la Doris Day del barrio La Espada, allá por el barrio del Paso del Molino y que le dio tres hijos: Silvia, Lil y Fidel. De todas sus novias me enamoré indefectiblemente y sufría muchísimo cada vez que dejaba, como se decía entonces.
El Paco fue de una sola mujer y por muchos años. Eran botijas y se pasaban juntos todo el día. La broma de la arpía de mi vieja, que la quiso siempre como a una hija, era cantarle un tango de moda cuya letra decía: “Y dicen que no te quiero, porque no me ven contigo”
Pero ella estudiaba Derecho y le gustaba la literatura en una época en que el Paco no estaba ni ahí, razón por la cual me parecía más bien como para el Tito. Tenía un hermano de mi edad, el flaco Piolín y yo me pasaba en casa de ella. Mis primeras nociones de la literatura moderna las tuve allí, junto con la colección completa de las historietas del Spirit y Lady Luck. Y hubo un momento en sus respectivas evoluciones en el que sus caminos amenazaron con bifurcarse.
Fue la época en que, peleados, el Paco intentó enseñarme matemáticas; era un capo en eso y en la brisca, una especie de juego de cartas como el tute cabrero, pero con la particularidad de que se juega solamente entre dos. Fue tiempo también de llevarme al cine Astral en sus noches vacías y allí compartimos inolvidables noches con la serie mexicana de Los calaveras del terror y películas aparentemente documentales de la selva. Por eso, cuando nos pasó por debajo de las piernas el gato del cine Astral encargado de cazar las ratas de dicha sala, asustados, lo volamos por los aires hasta que fue a jeder contra una fila de butacas que, en efecto dominó, fueron derribando las filas de delante. Debo aclarar que al Astral, el cine más reo de General Flores, concurrían barras bravas que le robaban las tuercas al sostén de los asientos y hasta arrojaban gallinas por los aires durante las escenas más románticas de Intermezzo entre Leslie Howard e Ingrid Bergman. Previamente, con jabón casero, embadurnaban los camineros y cuando acudía presto el portero. Éste resbalaba y se estrellaba allá delante donde lucía el clásico cartel de: Nuestro Próximo Estreno.
Pero Paco, cuando los yanquis ya se lo querían llevar como tornero para la emergente industria de los plásticos, se arregló nuevamente con su novia, con la que tuvieron dos hijos; uno de ellos, Felipe, el mayor, compartió varios años de cana con su padre. Pero esa es otra historia que vendrá a su tiempo.
Paco era pintún, ganaba bien y compartía con su futuro suegro, y ganando plata fácil, un incipiente gusto por las carreras de caballos. El hombre era kerosenero en la época de la guerra y, tal como mi abuelo Ramón, no hizo plata. Pero no por las copas, sino por los burros. Doña Aída, mi vieja, en complicidad con la novia decidió avivar a Paco de tal desvío y un buen día le propuso:
–En vez de que te lleven la plata los demás, vos me la apostás a mí.
Y desde entonces lo bancó. No de a dos pesos como eran los ganadores que se apostaban entonces, sino de a 20 centésimos, aquellas gloriosas chanchitas de plata con las que me pagaban mis dos hermanos por lustrarle los zapatos cada semana.
Pero un buen mal mediodía de domingo, mientras todos comíamos los dorados ravioles de doña Aída, un 6 de enero, cuando se corría el Ramírez, el Tito, que nunca había apostado ni a la quiniela, le propuso a la vieja:
–¿Y vos no me bancarías una apuesta a mí?
–Otro tarado –respondió doña Aída–. Te viene bien una lección como a este otro.
Y lo bancó. El Tito, no conocedor del pedigrí ni de las últimas cuatro performances de su pingo, en una de las cuales le dejaron las llaves en el disco para que cuando llegase cerrara el hipódromo, le puso algunos 20 centésimos a Sacristán, un caballo perdedor argentino, de toda la vida.
Entonces el milagro se hizo y Sacristán llegó primero al disco. Pagó 54 pesos por boleto. El Tito fundió a la banquera doña Aída aquel domingo, cuando ya estábamos en nuestra casa propia de Colorado 1755.
Esa casa que, también de puro azar, habían adquirido los viejos gracias a un billete de lotería que mi viejo don Adolfo jamás compró.
Como cada año, lo había hecho su patrón de la empresa de pinturas, un tal Semino, al que le decían “Caramán”, nombre que le sirvió a Paco para nominar a un perro policía belga que se le pegó, como todos, con una piedra en la boca para que se la lanzase, y el Paco, al verle los dientes tan gastados por esa manía, cuando el perro se la devolvió, le aplicó tal piñazo en la boca que el bicho no sólo desistió sino que se le vino muy calmo detrás de él hasta Colorado 1755, donde pasó muchísimos años. Era policía, pero muy dulce y más bien chico. Fue el único perro que vi mamado. Un día vino Rodolfo Ucha, el bodeguero, a traernos una damajuana de Harriague, ése que hoy se llama Tannat. Doña Aída estaba baldeando el patio, y en un descuido la damajuana de diez litros se rompió. Cuando volví de la Imprenta Nacional para almorzar, y mientras saboreaba unos bifes a la portuguesa, miré hacia arriba; y en la puerta del altillo, donde comenzaba la escalera de hierro, allí, descubrí al perro observándome con una mirada extraña que no le conocía. Le llamé la atención a doña Aída, que estaba terminando de lavar los otros platos. Pocas veces la vi sentarse a la mesa. Tanto, que de niño imaginaba que las madres no comían. La vieja levantó la vista, y el Caramán, desde allá arriba, movió otra vez su cabeza extrañamente y le revoleó la cola. Fue entonces que doña Aída me dijo casi surrealísticamente:
–¿Sabés lo que pasa, Cuque? Ese perro está mamado. Mientras limpiaba los vidrios de la damajuana lo vi muchas veces lamiendo el vino. Está mamado hasta las patas, ¿No ves que te mira bizco?
Y el otro Caramán, Semino, aquel año le acertó con el 2º premio del gordo de Fin de Año que eran como 250.000 pesos, una fortuna para aquellos obreros suyos, como mi viejo, que cobraron unos buenos pesos con sus participaciones. Esa fue la base para que mi viejo comprase Colorado 1755, aunque él prefería alquilar, pero mi vieja insistía con el ancestral deseo de “el techito propio” cuando aún, creo, no existía ni siquiera el viejo Plan Habitacional del Banco Hipotecario y por el cual, luego, Paco, ahorrando pesito sobre pesito, superada ya la crisis lúdica de los pingos, pudo comprar su casa primera de Andrés Lamas casi Gral. Flores.
Tiempo antes, a mi viejo se le había producido otro milagro. Finalmente se podían operar aquellas úlceras que lo habían acompañado toda su vida. Era un tal Dr. Roca de la Asociación Española, el pionero.
Desde su cama de la Asociación Española, don Adolfo, en recuperación, compró un billete para la lotería de Reyes y éstos le trajeron el 5º premio de ese sorteo con el que ligamos todos. Amigos, familiares y hasta enfermeros. Cuentan que los empleados de La Española estaban tan enloquecidos que hasta distribuyeron mal las comidas y a deshora ese día. Y Penedo, un decano de los enfermeros, casi se desmaya cuando vio que en su casillero, tapado de números de lotería, había uno que resultó ganador. Y eso que dicen que, para observar a los pacientes, Penedo tenía un ojo clínico mayor que el de los propios especialistas.
A mí me tocó una parte del premio. No sé qué hicieron mis hermanos con la suya. Yo, aprovechando que uno de los dueños de la fábrica Roxana de chocolates vivía enfrente y yo me pasaba allí desde un día en que a don Adolfo, mi padre, le vino el tifus, me compré una acción, para no ser un poeta “morto di fame”. El primer año me pagó un dividendo de dieciséis pesos sobre cien invertidos. Al otro año se fundió la Roxana y terminó mi carrera bursátil abruptamente.
Nos mudamos a Colorado 1755 en el 48. Así lo fechaba aquel pergamino pegado a un cuadrito de madera muy de moda colgado junto a la cocina, que decía: “Hogar, dulce hogar”.
Y yo me sentí como si estuviese siendo el “protagonista inolvidable” de aquellas Selecciones del Readers Digest. Con que así estaban las cosas.
El Tito en facultad, el Paco tornero especializado y el Loquito, enfermo de pajas, listo para ir al liceo Rodó.

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lunes, 17 de mayo de 2010

Padres sin autoridad, hijos sin rumbo [de Fanny Berger]



Introducción



Este libro fue escrito con la ayuda de mi computadora, desde el punto de vista técnico; pero su contenido emana de mi experiencia, como psicóloga clínica y educacional, y como madre, enriquecido, además, por lo que aprendí gracias al privilegio de compartir, durante años, entrevistas con padres en diferentes países y de distintos medios socioculturales.

¿Qué quiero transmitir, ahora, de mi experiencia personal y profesional de estos treinta años? Son varios los mensajes que me surgen, entre tantos recuerdos de momentos vividos con padres, niños, docentes..., todos con historias muy distintas, en las que se destacan, sin embargo, las mismas preocupaciones, dolores y, más que nada, el anhelo común, entre los adultos, de ayudar a hijos y alumnos.

Primeramente me aparece un mensaje de confianza en el ser humano.
Tú no estás solo en este largo, dificultoso, y por momentos, desbordante y hermoso camino de educar hijos. Este camino es transitable. Encontrarás obstáculos generalmente superables, pero el tratar de enfrentarlos depende de ti. Tú puedes elegir qué hacer, por ejemplo, ante determinado comportamiento de tu hijo. Si decides hacerte cargo de tu conducta, de tu reacción frente a tus hijos, encontrarás, en estas páginas, sugerencias, ideas, que te ayudarán en tu vida diaria. Recuerda que el primer paso es que tú decidas tomar conciencia de lo que sucede a tu alrededor, en tu entorno, y qué provoca esa realidad externa en tu mundo interno, para luego ver la forma en que esa realidad objetiva y externa influye en ti como persona. Te daré un ejemplo: tu hijo puede gritar y tal vez por unos años no logres cambiar esa conducta. Sin embargo, tú puedes responder ante sus gritos de variadas formas: a) plegarte a su conducta, con lo que provocarías una sumatoria de gritos; b) contestarle con voz clara y firme, “estás gritando y eso no te ayudará en nada”; c) repetir el mismo contenido sin gritos, en una forma tranquila. Tú eliges cómo comportarte frente a él. Para responder eficazmente siempre deberás conectarte con lo que sientes frente a su conducta.

El segundo mensaje tiene que ver con el conocimiento.
Todo padre* posee una sabiduría interior que muchas veces está oculta, escondida bien adentro, sin que se tenga conciencia de esa fortuna. Pretendo que te conectes con ella porque tú la tienes en tu mundo interno y así contarás con la energía y la fuerza para educar a tus hijos en la alegría. Este libro te aportará herramientas que solamente tu sabiduría interior de madre, padre, te permitirá usar. Ese lugar, el de poder hacer algo frente a lo que sucede en tu entorno, es tuyo solamente. Espero que en estas páginas encuentres respuestas, sugerencias, ideas..., que, con tu fuerza interna e intuición, contribuyan a transitar felizmente el proceso de crianza y educación de tus niños.


El tercer mensaje se refiere a cambios y permanencias.
Estos últimos años han sido de gran desarrollo tecnológico y de profundos cambios familiares y sociales. Sin embargo los niños, en todos los tiempos y lugares, han necesitado de una autoridad parental para desarrollarse adecuadamente en el ámbito intelectual y afectivo. Quiero señalar que a pesar de todos los grandes movimientos y transformaciones, los padres mantienen un rol específico y trascendente, hoy como ayer, que solo ellos pueden ejercer. Ni los demás, ni las máquinas, ni nada inventado hasta ahora, podrán sustituirte a ti en esa función de vital importancia que es educar a tus hijos.
En los últimos años hemos asistido a gran variedad y abundancia de productos de todo tipo, entre los cuales, máquinas de gran rapidez y múltiples usos. Pero no obstante ese gran desarrollo tecnológico, las relaciones humanas permanecen siendo conflictivas. El despliegue de la tecnología de los tiempos recientes no ha sido acompañado por el desarrollo emocional y espiritual de los seres humanos.
Tenemos un cerebro humano compuesto de un hemisferio izquierdo racional, que piensa, educa, induce, y un hemisferio derecho que siente, que es la base de los afectos, la intuición y la creatividad. Están relacionados entre sí por el cuerpo calloso. En mi opinión, el hemisferio cerebral izquierdo o racional ha recibido mucho estímulo a través de la educación formal e informal, y el hemisferio derecho ha sido relegado en importancia, por padres y educadores.
Pero todos sabemos que los seres humanos somos razón y emoción, pensamos y sentimos. La concepción bio-psico-espiritual del hombre es la más aceptada. Esto significa que somos seres biológicos, emocionales y espirituales y que todos estos aspectos se interrelacionan. Si atendemos un sector y descuidamos otros, esta falta de cuidado traerá problemas.
Respecto al campo educativo, pienso que hemos invertido mucho tiempo y energía en el desarrollo cognitivo y motriz del niño, pero nos hemos olvidado de poner la misma fuerza en su evolución emocional. En el comienzo de este tercer milenio, se nota un gran desfasaje entre el desarrollo intelectual y el emocional en los niños. Es verdad que estos aprenden muchas cosas a menor edad que hace unos años. Es cierto que llegan a un desarrollo motor con gran velocidad y que adquieren muchas destrezas manuales y conceptos abstractos hasta dos años antes que los chicos de la última mitad del siglo XX. Se desarrollan más rápidamente en ciertos aspectos que los niños de hace veinte o treinta años.
Sin embargo, muchos de esos niños se frustran muy rápidamente, se exasperan ante una simple dificultad, no toleran los límites. Todo “no”, o algo que no sale como él quiere, es vivido con gran enojo. Esta poca capacidad para soportar las frustraciones diarias los vuelve irritables, con problemas de conducta. Los chicos de hoy en día son más inquietos, y a veces más agresivos, dependiendo del caso concreto, lo que dificulta la relación entre padres e hijos, entre compañeros, y entre maestros y alumnos.
Para la tarea de estimular y potenciar el desarrollo emocional de cualquier niño, te necesitamos a ti, padre. No existe institución educativa ni cultural que pueda ocuparse con tanta eficacia de su desarrollo afectivo, a pesar de todos los problemas que puedan existir en la familia. Los niños necesitan una autoridad, hoy más que nunca, para incorporarse a esta nueva sociedad de la tecnología y el consumismo sin perder lo mejor de su naturaleza humana.

El cuarto mensaje se relaciona con la idea de poder construir un puente entre el saber intelectual de los distintos profesionales y lo que realmente te sucede a ti en la vida diaria.
Pienso que la psicología tiene una función importantísima: la de ayudar a los seres humanos a vivir mejor. Esa ayuda no se puede dar a través de teorías y palabras abstractas difíciles de entender, sino empleando un lenguaje claro, comprensible y aplicable a lo que sucede en lo cotidiano. La psicología puede y debe contribuir a prevenir problemas y a disminuir el impacto nocivo de los ya identificados. Este libro pretende hacer de conexión entre la teoría y la práctica, de modo que todo lector pueda aprovecharse de él para aplicarlo en su vida diaria.
Espero que te sirva en el día a día, entre otras cosas, para afianzar tu autoridad parental.


En el capítulo primero encontrarás desarrollado el concepto de autoridad, y especialmente el de autoridad paterna (o materna): qué es y qué características debería tener en este tercer milenio que ha comenzado. Además, qué necesitas tú para ser considerado autoridad parental, qué clase de saber y qué necesidades emocionales tienes que saciar en tus hijos para ser percibido como tal.
En el segundo capítulo hablamos de la presencia física y emocional de los padres. Describimos los mecanismos de defensa que, cuando son empleados, provocan la ausencia de los padres en la educación, y desarrollamos el concepto de presencia orientadora y activa. Además, exponemos el Método de las cuatro E, tan importante para la educación de los niños.

En el siguiente capítulo, con el fin de lograr ese objetivo de tender un puente entre teoría y práctica, transcribo una selección de las preguntas que me han formulado padres de chicos de diferentes edades, con motivo de mi participación en programas de radio y televisión, y también mis respuestas. Son sugerencias, ideas, lineamientos generales que ayudan a pensar, juntos, la forma de vivir mejor atendiendo a todos, grandes y chicos. No son recetas que se puedan copiar automáticamente. Cada uno se conoce a sí mismo, tiene clara idea de cómo puede reaccionar y sabe del tesorito que habita en su casa.


No puedo terminar la introducción de este libro sin compartir una interrogante que es recurrente en mí y que aflora cada vez que en los distintos medios de comunicación aparece la historia de un criminal, estafador o genocida. Siempre me pregunto, en esos casos, cómo habrá sido su relación con sus padres. No me pregunto en qué colegio estudió o en qué lugar físico creció, sino en qué clase de vínculos afectivos estableció con sus seres queridos, en los primeros años de vida, para ser y hacer lo que la prensa nos comunica.
Es en la infancia donde encontraremos las respuestas a esta pregunta vital y existencial; en la forma de relacionarse con sus padres, en los lazos afectivos que estableció con otros. La relación con los padres en este período es crucial. Sobre esta primera relación se construirán otras: con las maestras, con los amigos, con la pareja, con los compañeros de trabajo… Todos estamos de acuerdo en esta idea, pero discrepamos sobre qué le hace falta a un niño para crecer y adaptarse sanamente. Espero que en este libro encuentres la información necesaria para que tú reflexiones sobre qué necesita tu hijo de ti, y de acuerdo a eso puedas brindarle una buena respuesta como padre, como autoridad parental.


No todo vale
En estos últimos años se ha generalizado la creencia de que todo lo que sientes, expresas y haces, es igualmente estimable, o sea, la idea del “todo vale”, algo que no comparto. Durante la crianza de los chicos tenemos que ser muy cuidadosos en apreciar qué es lo que facilita o inhibe un buen desarrollo de la persona que estamos educando y tanto queremos.
No todo vale, y el niño no necesita de un padre que sea su amigo, que sea permisivo. Tampoco de un padre autoritario, que lo asuste y lo amenace y le aplique fuertes castigos como forma de educarlo.
Me recibí hace tres décadas y observo sensibles cambios en la relación entre padres e hijos. Hasta hace unos pocos años los niños transmitían, en sus creaciones –juegos, dibujos, redacciones, etc.–, vivencias de figuras parentales fuertes, o por menos más fuertes que ellos, con determinadas características personales. De un tiempo a esta parte, de acuerdo a los dibujos y juegos donde aparecen familias, los padres son vivenciados como débiles, sin fuerza y, en muchos casos, como amigos y no como figuras de autoridad. Esto no tiene nada que ver con el nivel educativo ni cultural ni socioeconómico de los padres, ni de los niños.
Considero que esto constituye un problema central en el desarrollo emocional de los niños y que tiene influencia en las relaciones sociales con las otras personas de la comunidad. Si un niño crece sin una autoridad parental, no podrá respetarse ni respetar a nadie a lo largo de su vida.
Existe una paternidad biológica que es la capacidad de dar vida. Pero hay también una paternidad de crianza.
La paternidad biológica es la más fácil y la que insume menos tiempo, a pesar de que existen dificultades en procrear y dar a luz.La paternidad de crianza es la más complicada porque dura toda la vida, sin vacaciones, veinticuatro horas al día; y además las competencias cambian según el momento evolutivo que atraviesa el hijo. No es lo mismo educar a un bebe, que a un niño de seis años o a un adolescente. ¡Qué profesión tan variada debe ejercer, sin asuetos, sin jubilación, sin una institución donde pueda aprenderla!

viernes, 7 de mayo de 2010

Primer capítulo de "Papis, miren qué me pasa"


¿Qué necesita un niño para crecer sanamente?


Muchísimas cosas. Pero nosotros nos referiremos sólo a algunas que creemos vale la pena profundizar.

Hablaremos del amor, la aceptación, los límites, la responsabilidad, la comunicación afectiva, la empatía, la automotivación, la creatividad e imaginación y la habilidad para enfrentar los problemas.




Amor

El amor es un excelente tónico para crecer y vivir adaptándose al entorno, a las circunstancias que le toca afrontar a cada ser humano. Además, ayuda a sobreponerse de las adversidades de la vida.
Un niño necesita experimentar una relación amorosa, tener un vínculo afectivo con un adulto o un niño más grande que él. El amor lo humaniza y, para tomar un término de la medicina, actúa como anticuerpo contra las dificultades de la existencia. Lo protege y lo defiende de los peligros del medio en que está creciendo.
Existen ejemplos múltiples para avalar este hecho: niños que recibieron maltratos físicos y que no repitieron esa misma conducta, cuando ellos fueron padres, porque tuvieron un vínculo afectivo con otros adultos, no necesariamente padre o madre; ya que en estos casos fueron progenitores violentos. Pudo haber sido un maestro, un vecino, un tío o un abuelo. Este vínculo afectivo con otro ser humano fue un anticuerpo que los salvó de incorporar a su repertorio personal, conductas violentas con su descendencia.
Todos sabemos que es frecuente imitar comportamientos de otros, especialmente de nuestros padres. El amor construye puentes, nexos entre las personas, necesarios para que un niño se desarrolle y crezca de la mejor manera posible. El psicólogo americano Abraham Maslow colocó la necesidad de amor encima de la necesidad de alimento, agua, abrigo y aire.
Las personas pueden dar sólo lo que tienen en su interior.
Por lo tanto, no podrán dar amor si no se aman a sí mismos, ni serán capaces de brindar confianza si no confían en la propia fuerza interior.
Hay que comenzar por amarse para poder amar a los otros y desarrollar la propia confianza en sí mismo. Es difícil alentar a un hijo si uno se descorazona ante cualquier dificultad. Comienza por desarrollar tu capacidad de darte fuerza a ti.
Todo camino empieza en uno mismo, es una búsqueda interna que se inicia en el interior de la persona y termina en las relaciones interpersonales con el mundo circundante.

¿Qué significa sentirse querido o amado?
El niño que recibe amor se siente seguro y confiado. Eso se trasluce en su comportamiento; él tiene la hermosa sensación de sentirse importante para sus padres y para las demás personas.
El amor de padre a hijo es incondicional y eterno, es decir, no se desvanece con el tiempo como sí puede hacerlo una relación de pareja.
Sobre este vínculo afectivo se construirán las futuras relaciones con los otros.

Recalquemos dos principios importantes.
. Primero: el amor, en ausencia de padres, puede ser brindado por otro u otros adultos, por ejemplo un maestro, un abuelo, un tío. Sólo quien se sintió querido por otro puede entrar en el maravilloso mundo humano. Lo importante es que el niño reciba afecto de una persona para lograr, a pesar de los avatares de la vida, una existencia sana.
u Segundo: si la manera en que los adultos recibieron amor cuando eran más pequeños no fue la que hubieran deseado o necesitado, pueden cambiarla con sus hijos.

Con respecto a este sentimiento tan fuerte que es el amor, se obser-van tres grupos de padres:
. Los que por serios trastornos sienten amor de manera especial.
. Los que sienten amor pero tienen dificultades para expresarlo.
. Los que sienten y expresan amor.

En el primer grupo están los padres que tienen serias patologías; se hallan tan enfermos psicológicamente que el amor que pueden ofrecer —a veces sin responsabilidad, otras veces con mezcla de rabia o violencia—, no logra que el niño se sienta querido.
Para evitar que el niño imite esas conductas, sea del progenitor o de otra persona, algunos adultos deberán brindarle el amor necesario para desarrollar los anticuerpos que le impidan repetir la misma historia familiar.

En el segundo grupo se observa una gran dificultad de los padres en demostrar amor.
Un aspecto es el amor que sienten, otro es cómo lo manifiestan. La pregunta es: ¿cómo los padres pueden demostrar amor por su hijo? La respuesta es que depende de la forma de ser de los involucrados en este vínculo.
Sería productivo que pudieran ser conscientes de la manera de expresar el amor y, lo más enriquecedor, de cómo este amor llega al niño.
Es importante darse cuenta de lo que está necesitando el hijo para sentirse amado. A veces, pequeños detalles son sentidos por los niños como falta de amor, y otros, por el contrario, son vividos como prueba de amor.

Recuerdo a un niño que se sentía amado cuando su madre le preparaba la leche. Para él esa conducta era una prueba de cariño. La madre no se había dado cuenta de la necesidad de su hijo, sin embargo lo amaba y se preocupaba por él, pero su hijo no se sentía querido. Una vez que comenzó a prepararle su comida, la relación cambió.

Para ciertos niños las caricias son la única forma de sentirse amados. Existen niños que se sienten importantes cuando sus progenitores le preguntan acerca de sus estudios; otros en cambio, con esa misma actitud, se sienten presionados.
Lo fundamental es ser consciente de la necesidad del niño, que muchas veces es muy distinta de la que el padre cree.
Muchos niños se quejan de no ser amados por sus progenitores. En las sesiones familiares vemos que en realidad son queridos, pero ellos no se sienten amados.
Cuando la dificultad está en demostrar amor, no en sentirlo, es que falla la capacidad de expresarlo.

Existen madres que dan excesiva importancia al aspecto físico, al cuerpo y a la apariencia. Las hijas sienten que estas madres las quieren solamente si consiguen estar “elegantes” como ellas. El niño necesita sentirse amado sin condiciones previas. La dificultad está en expresar el amor y en diferenciarlo de los gustos u obsesiones parentales.
Si la hija no le presta atención a su apariencia física, la madre se puede sentir muy preocupada por su actitud contraria a los gustos maternos. A una madre le pueden gustar, hasta obsesionarse, los cuerpos esbeltos, con medidas perfectas. El asunto es qué sucede si su hija no reúne estas condiciones estéticas. Y si rechaza el cuerpo de su hija, ¿qué estará tapando con su obsesión por la imagen corporal? Le puede gustar la delgadez, pero ¿puede aceptar a una persona que no la tenga? ¿Qué estará pasando con esa madre que busca la perfección en el cuerpo de su hija?
Lo que sí sabemos es que esa niña-mujer no se sentirá amada pues el rechazo por su cuerpo lo sentirá hacia toda su persona.
En realidad la madre no se acepta a sí misma, se obsesiona por su imagen y proyecta en su hija su propia no aceptación. No tolera en sí, ni en nadie, lo que ella siente como una imperfección.
Sentirse amada con una condición previa es no sentir amor. En este caso el pensamiento de la chica sería: “Para que mamá me quiera y me acepte, tengo que tener una apariencia física perfecta, medidas esbeltas y siempre estar vestida en forma impecable. Es la única manera de ser amada.” Lamento comunicarles que esto no es amor pues implica una condición. Te pueden gustar las figuras delgadas pero amar a tu hija que tiene unos kilos de más.
Un aspecto es el amor que siente la madre, otro es su obsesión por lo físico.
Este es un problema de la madre, que tiene que ser aclarado y entendido como tal para que la hija no se sienta rechazada. Podríamos preguntarnos: ¿Qué obsesiones o dificultades están obstaculizando la expresión del amor que sentimos hacia nuestros hijos?
Si se puede aclarar este punto interiormente, se facilitará la relación con ellos.
Siguiendo con el ejemplo anterior, digo: si quieres seguir siendo obsesiva con tu físico, hazlo, pero no por eso rechaces a tus hijos si no son como tú deseas. Te puede no gustar el cuerpo de tu hija, pero tienes que separarlo del amor que sientes por ella. Empieza por aceptar tu propio cuerpo y no mires tanto el de los otros. De lo contrario, tu hija no se siente amada; percibe el amor mezclado con la obsesión materna.
Los progenitores de niños con capacidades diferentes los aman, pero también sienten dolor, impotencia, tristeza y rabia por el problema que aqueja a sus hijos y a su familia. En estos casos es donde más importancia tiene el hecho de observar cómo y dónde se demuestran estos sentimientos, porque puede ser que los niños perciban el dolor de sus padres y se sientan rechazados.
Sería conveniente tener un espacio propio, por ejemplo algunas sesiones psicoterapéuticas —que no significa un proceso largo de psicoterapia—, para que estos adultos puedan volcar allí su su-frimiento y de esta manera allanar el camino para que el niño-hijo pueda sentir el amor en forma pura, no contaminado por el dolor.

En el tercer grupo están los padres que tuvieron modelos positivos de brindar amor, fueron niños amados sanamente y repiten estos mode-los.
También hay padres que, con gran esfuerzo, y ante la ausencia de estos modelos paternales, han recorrido un largo camino y son capaces de dar lo que nunca recibieron.
Estos son un ejemplo de lo que un ser humano puede realizar por un hijo.
El maestro indígena andino, Luis Espinoza, conocido como Cha-malú, en su libro “Los pasos del kaminante”, escribe: “Quien se ama a sí mismo y a los demás, está vacunado contra las enfermedades.”
Esta frase es una referencia al hecho de que muchas enfermedades tienen causa emocional. Cuando uno es capaz de amarse y amar a los otros estará en las mejores condiciones para no enfermarse y no contagiarse de los peligros ambientales, que son muchos. El amor es la más natural, segura y potente vacuna contra los males.

jueves, 29 de abril de 2010



La crónica celeste. Historia de la selección uruguaya de fútbol: triunfos, derrotas, mitos y polémicas (1901-2010)

de


Luis Prats


Esta historia


Esta reseña intenta recorrer el camino transitado a lo largo de más de un siglo por la Selección uruguaya de fútbol, deteniéndose en resultados pero también en procedimientos, estilos y consecuencias. Recogiendo las voces de cada época, con su tono, visión y proyección. También buscando derribar algunos mitos, alimentados por la tradición oral —“todos los brasileños estaban convencidos de su victoria antes de 1950”, “el remate de Schiaffino que detuvo el barro era el triunfo sobre los húngaros”...—. Con una mirada especial a los triunfos, que fueron muchos, hasta desmesurados para el tamaño del país y su organización deportiva, pero sin obviar dificultades y derrotas. También de ellas se hace la vida, porque obligan a examinar los errores cometidos y enseñan a valorar los momentos de gloria.
La obra ha sido dividida en doce capítulos, más una conclusión, de acuerdo a períodos bien diferenciados en cuanto a generaciones de futbolistas, nivel de juego, procesos de conducción y participación en competiciones internacionales por parte de la Selección.
La primera década del siglo asistió a los pasos iniciales del combinado, cuya evolución apenas pudo medirse por los resultados obtenidos ante los adversarios argentinos. En esos años se esbozó el equipo, que ni siquiera tenía un color de camiseta que lo identificara.
A partir de 1910, el seleccionado alcanzó una personalidad propia, y no solamente por la adopción del celeste como divisa oficial. A partir de ese año se registró una rápida evolución técnica en el fútbol local, que se verificó en los cada vez más frecuentes triunfos sobre Argentina y luego en los títulos sudamericanos.
En 1923, el fútbol uruguayo miró hacia horizontes más lejanos y así alcanzó los títulos olímpicos, que entonces equivalían a los mundiales. Ese lapso fue protagonizado por un grupo de jugadores que extendería su influencia —y sus triunfos— durante más de una década. Un hecho fundamental para la historia de este deporte fue la disputa del primer Mundial (Montevideo 1930), por lo cual merece un capítulo propio.
Poco después de la conquista de ese Mundial, el fútbol uruguayo decayó, aunque la medida exacta de su pendiente no pudo comprobarse por la suspensión temporal de la Copa del Mundo debida a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, los resultados demostraron que las nuevas generaciones no alcanzaron categoría de la anterior. También debe destacarse que en los años ’40 el fútbol argentino alcanzó su etapa de esplendor y poco después Brasil inició su crecimiento como potencia.
A mediados de esa década, empero, comenzaron a surgir en el país nuevas figuras, que alcanzarían su consagración en el Mundial de 1950. Este triunfo, el más célebre alcanzado por futbolistas de esta tierra, ha trascendido las connotaciones futbolísticas tanto para uruguayos como para brasileños y por lo tanto ha sido relatado, comentado y recordado de mil formas. Las más extremas han sido la glorificación a niveles mitológicos de esa conquista, por un lado, y la negativa a cualquier celebración de la misma, como presunta fuente de posteriores frustraciones para el fútbol de este país y hasta para su sociedad, por el otro. En este libro, entonces, se optó por dos aproximaciones menos usuales: el repaso de la preparación del seleccionado celeste, que resultó bastante accidentada, y la simple descripción de las incidencias principales del partido decisivo, que brinda muchas pistas sobre las razones del éxito celeste.
La victoria de Maracaná abrió un nuevo período dorado, aunque resultó mucho más breve que el ciclo olímpico, y terminó en forma más abrupta y dolorosa, con la eliminación del Mundial de 1958.
Las etapas sucesivas de la historia celeste registran una permanente búsqueda del regreso a las glorias pasadas, jamás recuperadas, aunque con periódicos triunfos continentales que alimentaron ese sueño. Entre 1960 y 1970, Uruguay participó de tres mundiales, con suerte diversa, aunque los torneos internacionales de clubes abrieron un nuevo campo para las obtención de títulos.
En 1971 se inició un proceso de deterioro de la competitividad que estuvo unido al creciente éxodo de los mejores futbolistas locales al exterior. Al mismo tiempo, se apreció una pérdida de aptitudes técnicas y físicas de los jugadores que agravó la situación.
La aparición de otras generaciones de figuras, muchas de ellas fogueadas en los torneos juveniles, permitió recuperar posiciones durante la década del ’80, lo que se tradujo en nuevos títulos continentales y la disputa de los mundiales de 1986 y 1990, luego de una ausencia de doce años. Sin embargo, este período también encerró el germen de situaciones conflictivas que involucraron a dirigentes, entrenadores, futbolistas, periodistas y un nuevo actor del deporte profesional, el representante o contratista, en un marco de intereses económicos cruzados.
En el último decenio del siglo XX el fútbol local vegetó entre los antagonismos internos y los pobres resultados deportivos, una situación de la que actualmente se buscó salir por caminos diferentes a los tradicionales: una suerte de privatización del seleccionado, cuya conducción, más que a los dirigentes, pertenece a una empresa que además tiene los derechos comerciales de la Celeste.
Ya en el siglo XXI, la Celeste aseguró una plaza en el Mundial 2010, lo que también significa un lugar en el fútbol globalizado, mezcla de negocio, competencia y espectáculo, que tanto contribuyó a crear a partir de 1924.



Capítulo 1


Así comenzó (1901-1909)


Es una cajita de plástico, negra, con un rótulo que dice “Rollo 416.8”, pero en su interior se guarda la memoria de quienes ya se fueron con el tiempo. Hay un cilindro de metal con metros de microfilme. Se instala en un carrete, se enciende la luz y se gira una perilla para que los grises se tornen letras oscuras sobre el fondo amarillento.
A medida que las palabras alcanzan nitidez, los recuerdos comienzan a tomar forma de sucesos. Un crimen pasional enterrado, debates políticos cuyos ecos se agotaron, movimientos de tropas en países que ya no existen, ofertas comerciales que suenan inverosímiles. Y finalmente, la crónica de una emoción que nacía.
Es apenas una columna, pocas frases, pero describen colores, gritos, momentos, no diferentes a los que se pueden encontrar hoy en una cancha de fútbol, saltando por sobre un siglo de distancia. El gentío que rodea la cancha, las banderas que adornan el palco, las ovaciones que premian el esfuerzo.
Un aficionado baja corriendo del tranvía de caballitos, apurando los últimos pasos sobre la avenida 19 de Abril y saluda con su sombrero a los jugadores que marchan hacia el campo con sus pantalones hasta las rodillas y los mostachos enrulados. Hay cientos de personas, quizás miles, una multitud nunca vista alrededor de un terreno de football, alentando a los orientales en su desafío ante los argentinos. También asisten damas de la sociedad, que cuchichean bajo las capelinas, aunque les interesa más saber quién está y quién no está en el palco que el propio partido. El juego es recio, intenso. La pelota salta y rebota, entre largas corridas y fuertes remates. Los goles son frecuentes y los premian cerrados aplausos, vengan de donde vengan. Cuando el sol se esconde tras la arboleda, el partido está resuelto. Los futbolistas se felicitan con apretones de manos, el público se retira pensando en las revanchas que vendrán.
Ese aficionado podría ser el mismo que acude hasta la Plaza Independencia para enterarse de las novedades que trae el telégrafo desde Colombes. Es igual al hincha que un domingo de julio se sienta junto a la radio de la sala y pide silencio a sus hijos cuando el puntero uruguayo escapa a su marcador brasileño y encara hacia el arco. Enseguida está frente al televisor, agitado por los nervios en tiempo real. Y termina —por ahora— castigando los botones de su control remoto para descubrir en cuál de esos cientos de canales juega la Selección.
Las formas fueron muy diferentes a lo largo de las épocas, pero la emoción siempre parecida a la de aquel día de mayo de 1901, cuando la Selección uruguaya de fútbol jugó su primer partido. No se llamaba de esa forma, ni siquiera vestía de celeste y mucho menos se comprendía la importancia histórica de la jornada, pero aquellos footballers estaban alumbrando una leyenda. En un puñado de años serían los mejores de América, muy poco más tarde cruzaban el océano para conquistar el oro olímpico, enseguida fueron factor fundamental para iniciar la era del fútbol global. Afirmaron la identidad de una república escasa de héroes y mitos. Se convirtieron en canciones, en orgullo de un país, y después también fueron su polémica y su trauma. También se volvieron una porción menor de un negocio gigantesco. Y aunque el tiempo, los resultados y los dólares vayan erosionando la pureza de las ilusiones, los celestes vuelven a encender la expectativa en cada acontecimiento.

La rivalidad platense

La Selección uruguaya de fútbol nació para asumir en campos deportivos la rivalidad entre montevideanos y porteños, surgida durante la colonia y acentuada en los tiempos de Artigas. Como era natural, se trasladó al fútbol.
Durante los años finales del siglo XIX, los británicos residentes en cada capital del Plata acordaron enfrentamientos anuales, entre equipos denominados Montevideo Team y Buenos Aires Team. La primera formación de la orilla oriental estaba compuesta por miembros de los clubes donde se aplicaban las nuevas concepciones europeas sobre los beneficios del ejercicio físico: el Montevideo Rowing y especialmente el Montevideo Cricket. En la cancha del Cricket en La Blanqueada (1) se realizó el match inaugural, en 1889, que concluyó con un 3-0 para los visitantes.
Los partidos internacionales ya eran comunes en el Reino Unido. El primero se disputó en 1872 entre las selecciones de Inglaterra y Escocia en Glasgow. Apenas nueve años antes se habían establecido las reglas fundamentales del juego, durante una reunión cumplida en la Taberna del Francmason, en Londres. No se había inventado todavía el travesaño de los arcos y menos sus redes, el árbitro no usaba silbato y faltaba mucho para que se creara el penal. Era un deporte rudimentario, sumamente violento, pero ya encerraba la magia que le permitiría hechizar al mundo.
La serie Montevideo-Buenos Aires se disputó hasta 1894, siempre con triunfos “argentinos”, aunque ya ese año se llamó para integrar el team a futbolistas del Albion y el Central Uruguay Railway Cricket Club (CURCC), las primeras instituciones dedicadas exclusivamente a la práctica del fútbol. Albion surgió de los alumnos del English High School, por iniciativa de uno de ellos, Enrique Lichtenberger, aceptando solamente jugadores nacidos en el país. La otra fue impulsada por la empresa que manejaba la red de ferrocarriles, con talleres en Villa Peñarol. En sus formaciones iniciales abundaban los apellidos británicos, aunque muy pronto se integraron los criollos, mientras sus colores comenzaban a atraer cada vez más aficionados.
En el pasaje entre los dos siglos, el fútbol dejó de ser un entretenimiento exótico de los ingleses para convertirse en un verdadero furor para los jóvenes locales. Aunque el primer Campeonato Uruguayo reunió en 1900 a apenas cuatro clubes (CURCC, que resultó campeón invicto; Albion, Uruguay Athletic y Deutscher), había muchos más compitiendo en alguna de las canchas que proliferaban en cuanto campito se abría en una ciudad que recién comenzaba a extenderse hacia el este y el norte.
Entre esos equipos estaba Nacional, una formación de jóvenes estudiantes universitarios no admitida inicialmente en la Liga. El mismo proceso se registró en el interior del país, con canchas brotando junto a las estaciones del ferrocarril, para posteriormente diseminarse por otros puntos. Progresivamente el número de instituciones fue creciendo, así como el de las competencias. También en 1900 —el 30 de marzo— se fundó la Uruguayan Association Football League, luego devenida Asociación Uruguaya de Fútbol, organismo rector del fútbol local desde entonces.

El estreno

La Copa de Competencia promovió ese mismo año ’900 los primeros partidos de clubes en las dos orillas por un trofeo. El siguiente paso fue la formación de representaciones nacionales.
El encuentro inicial en esas condiciones entre Uruguay y Argentina se disputó el 15 de mayo de 1901, en la cancha del Albion en el Paso Molino. En aquellos días representaba un punto alejado del centro de la ciudad, que se alcanzaba mediante el tranvía de caballos, cuya línea se inauguró en 1869. Montevideo tenía 290 mil habitantes y toda la República unos 936 mil. El presidente era Juan Lindolfo Cuestas, pero como consecuencia del Pacto de la Cruz, que puso fin a la revolución de 1897, Aparicio Saravia gobernaba prácticamente la mitad del país desde su estancia “El Cordobés”. En 1901 se inició la construcción del puerto capitalino, se inauguró el famoso teatro Politeama y se produjeron numerosos movimientos reivindicativos obreros. La vida política del país también se encaminaba hacia grandes transformaciones.
El Albion fue el organizador del amistoso con los argentinos, por lo que el “seleccionado” vestía su misma camiseta roja y azul por mitades y estaba integrado por nueve futbolistas propios, a los que se sumaron Mario Ortiz Garzón y Bolívar Céspedes de Nacional. La crónica de ese encuentro, aparecida en “El Día” del 16 de mayo bajo la firma de su cronista de fútbol, Referee, no habla de combinado uruguayo sino directamente de Albion, mientras indica que los visitantes trajeron a los mejores futbolistas de sus principales clubes. Podría discutirse por lo tanto que se haya tratado de un verdadero encuentro de selecciones, e incluso existen estadísticas que no lo incluyen. No obstante, las referencias históricas señalan que hubo un proceso previo de convocatoria de jugadores, del cual quedaron afuera los del CURCC, trabajadores del ferrocarril, porque se jugó un día laborable. En el fondo de la reseña de Referee, incluso, se trasluce la intuición de que estaba iniciándose una nueva etapa. Con la ortografía de entonces, esto se escribió sobre el primer partido de un representativo nacional uruguayo:
“Empezaron con muchos bríos, con una expléndida combinación, tanto, que los del ‘Albion’ se vieron al principio empujados frente a su goal por espacio de unos minutos, resistiendo las acometidas en regia dadas por los porteños, que lograron una buena cantidad de shots bien defendidos por Enrique Sardeson, sin resultado. Mas éstos, poco después reaccionaron y empezaron á hacer buenas corridas que por lo inesperadas, pusieron más de una vez en aprietos al goal-keeper contrario”.
“Sin embargo, se vió desde un principio alguna superioridad en el juego de los argentinos, que se han traído una novedad: la de matizar con continuos cabezazos, sabiamente estudiados, las patadas, seguramente como preservativo del cansancio de los pies y de las piernas”.
“El primer goal lo hizo Ailing, para el cuadro argentino, el que fue contestado después por otro metido por Bolívar Céspedes, que secundado por John Sardeson, se llevaron en una rápida corrida la pelota al goal adversario. Como es natural, la concurrencia, decididamente partidaria del ‘Albion’, empezó á aplaudir y á saludar con sombreros y pañuelos este primer tanto, precursor de otros, que si no daban el triunfo, al menos no sería éste perdido por mucha ventaja”.
“En la segunda mitad argentinos y orientales se empeñaron en una lucha furiosa, como que era la decisiva: muchas corridas, no menos shots a los goals é incalculables golpes. Se destacaron por parte del ‘Albion’ jugando de una manera digna de mención los dos Pool, John y Enrique Sardeson, Ortiz Garzón, Bolívar Céspedes, López y Cardenal. Mr. Pool (2), el que fue capitán del ‘Albion’, á pesar de hallarse ya algo pesado, corría ayer, como cualquier otro jugador, habiendo llegado á hacer uno de los dos tantos que lograron meter al team argentino”.
“Al sonar la hora reglamentaria, el score marcaba tres goales para los porteños y dos para los orientales. Teniéndose en cuenta que el eleven argentino está compuesto de la flor y nata de los clubs de Buenos Aires, los goales hechos por ambos clubs demuestran que el ‘Albion’ ha estado ayer como nunca, lo que le hace merecedor á nuestras felicitaciones, esperando que cuando traslade sus planteles al otro lado del charco para jugar en la Liga Argentina, lo haga con buena suerte, y nos traiga á su vuelta, como regalo, un merecido triunfo”.
El escenario del Albion en el Paso Molino, donde la Selección uruguaya inició su trayectoria internacional, era un rectángulo verde con una tribuna de madera y un pequeño palco con techo a dos aguas que también funcionaba como salón de té. El público, muy numeroso en las fotografías que han sobrevivido, tomadas seguramente en alguna de aquellas jornadas memorables, estaba separado de los deportistas por una cuerda sostenida por tirantes. Para las grandes ocasiones, como esa de mayo de 1901, se colocaban banderas uruguayas, argentinas y británicas. El predio estaba rodeado por una frondosa arboleda. En otras fotos de la época aparecen futbolistas posando distendidos, como si se tratara de un día de campo. Hasta allí se llegaba en tranvía de caballos, que en las ocasiones especiales reforzaba sus frecuencias.
La cancha duró pocos años, igual que el Albion original. Estaba ubicada sobre la avenida 19 de Abril, aproximadamente donde se cruza con la calle Adolfo Berro, recostada sobre un arroyito de nombre curioso, el Quitacalzones, que serpenteaba a poca distancia de la avenida Agraciada y desembocaba en el entonces cristalino Miguelete (3). Pese a que se denominaba Paso Molino, la zona se identifica hoy con el Prado. El Albion se había mudado allí al finalizar el siglo XIX, luego de iniciar su actividad en Punta Carretas, y permaneció hasta que el núcleo primigenio de la escuadra se desintegró hacia 1906. Con el correr de los años protagonizó varios regresos y practicó numerosos deportes, aunque nunca en el primer plano que ocupó en el amanecer del fútbol uruguayo. Hoy es uno de los integrantes de la Liga Metropolitana Amateur, ex Primera “C”, y sus seguidores continúan reclamando el decanato entre los clubes locales (4).

Derrota y polémica

El 20 de julio de 1902, en el mismo escenario del Paso Molino, Argentina venció por 6 a 0 a un combinado uruguayo formado por ocho jugadores de Nacional y tres de Albion. Historiadores de Buenos Aires fijan aquí el inicio de los clásicos rioplatenses, puesto que fue organizado por acuerdo entre ambas ligas nacionales. Asistieron unos ocho mil espectadores, de los cuales mil eran argentinos especialmente llegados para el encuentro, según las fuentes del país vecino (5).
Uruguay jugó con camiseta azul con una banda diagonal blanca, más la bandera nacional como escudo. Argentina, casualidad, lo hizo de celeste. La recaudación por venta de entradas alcanzó los 520 pesos, que tras deducir los gastos (el pago de los pasajes de la delegación argentina y su almuerzo en la Rotisserie Severi) dejaron una ganancia de 350 pesos, depositada en el Banco de la República. El seleccionado ya era buen negocio. También fuente de sinsabores y polémicas.
Referee volvió a cubrir el acontecimiento para “El Día” y tituló: “El desastre: 6 goals por 0”. En su comentario, señaló: “Triste verdad es que el resultado ha sido un penoso desastre para nuestros jugadores. Pero, mirada esta fiesta del lado social, los entusiastas cooperadores que han prestado su esfuerzo y su aliento sincero, pueden enorgullecerse de su expléndido éxito”. Los cooperadores eran, claro, los hinchas, que aún no habían recibido este bautismo.
El cronista no sólo prestó atención al juego: “El elemento femenino de todos los rangos hermoseó con su presencia el torneo atlético y le dio al campo del ‘Albion’ un remarcable tono simpático, de alegría fresca, si así puede decirse, por la vivacidad de los colores suaves y matizados, y la retozona juventud de los rostros agraciados vivaces, risoteos felices en aquel ambiente sobrexcitado y bullicioso”.
Cuando Referee volvió a mirar a la cancha, descubrió que “el público, que en un principio empezó á comprimir sus gritos de entusiasmo al ver la decadencia de los nuestros, acabó por llamarse á silencio, con un triste silencio de muerte que duró casi sin variantes hasta el final del partido”.
El mismo día de esta crónica, “El Día” publicó una carta firmada por Lear, quien se quejó del “criterio exclusivista que presidió á la composición del team oriental”. Según el corresponsal, Nacional pretendió integrar con sus futbolistas la mitad del combinado, dejando el resto para los representantes de Peñarol (así lo llamó, aunque su nombre oficial era aún CURCC) y Albion. “¿Acaso lo justo no hubiera sido que formaran el cuadro por iguales partes los tres clubs, que son los más fuertes, ya que los porteños hicieron lo mismo? Es de sentirse que el ‘Peñarol’, justamente ofendido, no haya intervenido en el partido de ayer, pues la derrota entonces no hubiera sido tan vergonzosa”, dijo Lear.
El 22 de julio, dos cartas contestaron a Lear en el mismo periódico. Lichtenberger explicó que el equipo uruguayo fue formado por la Comisión Directiva de la Liga, integrada por dos miembros de cada club afiliado. Si bien habían sido nominados inicialmente los aurinegros Juan Pena, Aniceto Camacho y Ricardo De los Ríos, el dirigente del Albion señaló que los tres renunciaron “ofendidos” porque otros jugadores de su club no formaban el seleccionado. La otra misiva, remitida por Domingo Prat, capitán y dirigente de Nacional, negó que su equipo hubiera ejercido presiones para integrar mayoritariamente el equipo y aseguró que sus jugadores hubieran cedido “gustosos” sus puestos a hombres de otras instituciones. “Creo que nos es mil veces más honroso haber salido vencidos por 6 goals a 0 pero que no se diga en Buenos Aires que el match no se jugó debido a la discordia que reina entre los orientales y que les impide reunir un cuadro de once jugadores”, comentó Prat.
Lear replicó con una nueva carta, publicada el 24 de julio, pese a que Referee reclamó terminar con estas “cuestiones escabrosas”. Aunque este aficionado reconoció la “corrección de procederes” de Nacional en el proceso debatido, afirmó que “haya sido la Liga o cualquier otro elemento influyente en sus decisiones, la que inspiró la organización del team para el partido internacional, no ha procedido con la corrección debida, aunque impremeditadamente sin duda. Y en caso tal, rehusarse á prestigiar sus combinaciones, es cuestión simplemente de delicadeza”.
La convocatoria de los once futbolistas —no se nominaban por entonces suplentes— representó desde el propio origen de la Selección un tema de controversias, que en el fondo albergaban los conflictos de los dos futuros clubes grandes en el seno de la Liga Uruguaya. Esta situación se reiteró en 1903, cuando se disputó el tercer amistoso entre uruguayos y argentinos, y determinó que el combinado estuviera integrado únicamente por futbolistas de Nacional. A largo de las décadas, las diferencias entre Peñarol y Nacional alrededor de la Celeste se reiteraron. Los tricolores se situaron generalmente cerca de las decisiones de la Asociación e hicieron coincidir sus intereses con los del organismo, mientras que los aurinegros prefirieron una postura autónoma, lo que los llevó en varias oportunidades a negar la cesión de sus futbolistas al seleccionado.

El triunfo de 1903

Aquel encuentro del 13 de setiembre de 1903 no solamente quedó registrado por la presencia exclusiva de los jugadores de Nacional. También fue el primer triunfo de la Selección, en una época en que prevalecían los futbolistas argentinos, que habían iniciado el proceso de aprendizaje con anterioridad y con otros medios, gracias a la mayor presencia británica en su vida social y económica.
Las mismas discrepancias que en 1902 determinaron la ausencia de hombres del CURCC llevaron a que Nacional, por iniciativa de su presidente Luis Laventure (hijo), asumiera la representación de la Liga y viajara a Buenos Aires. No fue sin embargo una excursión improvisada: reportajes posteriores a sus protagonistas revelaron que desde fines de agosto, el plantel entrenó todos los días de tres a cinco de la tarde, aprovechando que sus integrantes no tenían obligaciones laborales por ser estudiantes. El amistoso se jugó en el campo de la Sociedad Hípica, en Palermo, ante unos ocho mil espectadores, entre ellos el presidente argentino Julio Roca y el ministro plenipotenciario del Uruguay, Daniel Muñoz.
El primer tiempo terminó con un inesperado 1-0 para los visitantes, con gol de Carlos Céspedes. De acuerdo con las reseñas de la época, los argentinos fueron “un aluvión” al iniciarse el segundo tiempo y lograron igualar a través de Jorge Brown. Nuevamente Carlos Céspedes, mediante un veloz contragolpe, logró el segundo gol uruguayo. Algunos minutos después, Bolívar Céspedes hizo el tercero para los uruguayos, luego de un corner ejecutado por Ernesto Bouton Reyes. Brown, cerca del final, achicó la diferencia, pero ya no hubo tiempo para más.
La Liga argentina felicitó a la uruguaya con un telegrama, en el que afirmaba: “Los miembros del team oriental se han portado como héroes. La línea de forwards ha resultado la mejor que se haya presentado en nuestras canchas”.
En esa línea aparecían, como puntero derecho y centrodelantero, Bolívar y Carlos Céspedes, autores de los tres goles. Junto al tercer hermano, Amílcar, arquero esa tarde, habían llegado a Nacional provenientes del Albion, pues vivían a poca distancia de la cancha del Paso Molino. Los Céspedes unieron sus nombres a Nacional en el triunfo y la tragedia. Su padre era enemigo de la medicina y no permitió que se vacunaran contra la viruela. Por esa razón, cuando se desató una epidemia en 1905, con pocos días de diferencia fallecieron Bolívar y Carlos. Amílcar se vacunó a escondidas y se salvó. Años más tarde, su club les rindió el homenaje de bautizar “Los Céspedes” a su local de concentración.

Los trofeos

La afiliación de la Liga Uruguaya —a través de la Argentina— a la Football Association de Inglaterra hizo posible que comenzaran a llegar a Montevideo equipos profesionales británicos. El primero fue el Southampton, que el 14 de julio de 1904 derrotó por 8 a 1 al combinado local. La leyenda sostiene que en ese partido no se cobró ninguna infracción. Puede ser una exageración histórica ante la sensación que causaron los profesionales, considerados entonces la máxima expresión de este deporte, o simplemente la constatación de que en aquellos días los árbitros no hacían mucha cuestión por el juego fuerte.
En 1905 se presentó el Nottingham Forest, el mismo club que enfrentaría a Nacional en 1981 por la Copa Intercontinental en Tokio. En los albores del siglo se midió con el CURCC y lo derrotó 6-1. La mayor emoción fue el gol aurinegro, obtenido por Juan Pena, considerado el primer ídolo criollo. Un año después llegó el Sud Africa (de aficionados) y superó al seleccionado 6-1. En 1909 fue el turno del Everton, que ganó apenas 2-1, lo cual fue valorado como todo un triunfo por los uruguayos. Ese mismo año, sin embargo, el Tottenham Hotspur goleó 8-0 al equipo de la Liga. La expectativa que estos encuentros despertaron en la afición, más que por la posibilidades deportivas, se radicó en las lecciones que dejaban los visitantes a los aprendices de estas costas.
El primer trofeo puesto en juego entre seleccionados de Uruguay y Argentina fue la Copa Lipton, instituida por el magnate del té Thomas Lipton. También se la conoció inicialmente como Copa de Caridad. El estreno fue el 15 de agosto de 1905 en Buenos Aires y culminó sin goles. Se jugó un alargue de quince minutos sin que nada ocurriera y se dispuso otro, pero el árbitro argentino Guillermo Jordan lo suspendió a los seis minutos, con el argumento de que no alcanzaba a distinguir la pelota, aunque recién eran las cuatro y media de la tarde (6). La prensa montevideana señaló que Uruguay había dominado completamente el partido e incluso Jorge Brown había rechazado una pelota con la mano, pese a lo cual no se sancionó el penal. Por lo menos, el trofeo fue entregado a la delegación uruguaya en muestra de amistad.
Fue el primer partido oficial del seleccionado en el cual alinearon futbolistas del CURCC, si bien ya habían defendido a la Liga en los encuentros ante los profesionales ingleses. Esa tarde en Buenos Aires estuvieron Ceferino y Aniceto Camacho, Luis Carbone y, por supuesto, Juan Pena, junto a dos de Wanderers (Cayetano Saporiti y Cándido Hernández Bentancor) y cinco de Nacional (Carlos Carve Urioste, Ernesto Bouton Reyes, Arturo Rovegno, Carlos Cuadra y Alejandro Cordero).
Exactamente un año más tarde (7) el deportista argentino Nicanor Newton ofreció la copa que lleva su nombre, también conocida como Copa de Ligas, porque aceptaba a futbolistas que actuaran en los respectivos campeonatos más allá de su nacionalidad. Ambas competencias representaron por años el mayor desafío para los dos equipos, y en teoría sobreviven hasta el presente, aunque su disputa es muy esporádica: la Lipton no se celebra desde 1992 y la Newton desde 1975.
El interés creciente del público por el fútbol dio origen a nuevos trofeos, muchas veces promovidos por los gobiernos de ambos países. En 1908 el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública de Argentina puso en disputa el Gran Premio de Honor. En 1911, el Ministerio de Instrucción Pública uruguayo establecería sus propias medallas y en los ’20 se añadirían las del Ministerio de Relaciones Exteriores argentino.

Wanderers y el Parque

El 21 de octubre de 1906, diez jugadores del Montevideo Wanderers, campeón invicto de la temporada y uno de los equipos grandes en ese momento, integraron la Selección por la Newton en la cancha de la Sociedad Sportiva porteña, en Palermo. Fueron Saporiti, Aphesteguy, Bertone, Piñeyro Carve, Branda, Sardeson (8), De Miquelerena, Peralta, Zumarán y Hernández Bentancor. Se les unió Pena, del CURCC, quien actuó como capitán. Ganó Argentina con goles de Watson Hutton y Eliseo Brown, descontando Peralta sobre el final.
Ya por entonces el escenario principal del fútbol montevideano era el Parque Central. Se lo utilizó para los encuentros del seleccionado frente a los equipos británicos y el 15 de agosto de 1906 tuvo su estreno en la Lipton, ante unas cinco mil personas. La cancha había sido inaugurada el 25 de mayo de 1900 por su inquilino, el Deutscher Fussball Klub, la institución de los residentes alemanes, en un encuentro ante el CURCC. El predio pertenecía a la empresa de tranvías Unión y Maroñas. El aporte de las compañias de transporte al fútbol en esos años fue fundamental para muchos equipos: Wanderers se instalaría en Belvedere y Peñarol edificaría su estadio de la estación Pocitos en terrenos cedidos por estas firmas.
El Parque Central tenía originalmente dos campos de juego: uno, considerado el “oficial”, con entrada por 8 de Octubre, era usado para sus partidos por los marineros ingleses que llegaban a Montevideo; el otro, al cual se ingresaba por Camino Cibils, fue otorgado al Deutscher.
Cuando los británicos no jugaban en la cancha “oficial”, lo hacía Nacional, que hasta entonces tenía su base deportiva en Punta Carretas. Sus dirigentes obtuvieron la concesión del Parque poco después de su inauguración, gracias a la intervención del gerente de la compañía de tranvías, Juan Cat. Se construyó un palco con estilo chinesco y se instalaron bancos para mayor comodidad del público. Podía albergar unos siete mil espectadores. En 1911 se efectuó una ampliación que elevó esa capacidad a 15 mil.
Sus tribunas de madera se incendiaron en marzo de 1923, por lo que hubo que reconstruirlas. Las obras estuvieron prontas en setiembre y el Parque albergó la Copa América de ese año, la de 1924 y algunos partidos del Mundial de 1930. Un nuevo incendio lo destruyó en 1941, tras lo cual Nacional —que ya había comprado el predio— levantó las actuales tribunas de cemento. En esa oportunidad, se modificó también la orientación “histórica” de la cancha, que hasta entonces tenía sus arcos apuntando hacia 8 de Octubre. Como testimonio de esa época permanece la torre de un molino detrás de la tribuna que da espaldas a la avenida.
Durante la primera década del siglo, Argentina dominó la estadística. Los únicos triunfos uruguayos fueron el de 1903 y otro en 1908, con gol del puntero izquierdo del Dublín, José Brachi. Curiosamente, ambos en Buenos Aires. Lo mejor que se logró en Montevideo resultaron dos empates, en 1908 y 1909.
En la historia del fútbol de la otra orilla, esa época quedó identificada con el Alumni, el equipo formado por los ex alumnos de la English High School. Entre 1901 y 1911, año de su disolución, obtuvo nueve títulos argentinos. La base del conjunto era la familia Brown, que aportó siete hermanos y un primo, aunque no todos actuaron simultáneamente. El más famoso (y ya mencionado en esta reseña) era el mayor, Jorge, quien en una entrevista con “El Gráfico” de 1921 (9) daba cuenta de su nostalgia por los tiempos idos: “El football que yo cultivé era una verdadera demostración de destreza y energía. Un juego algo más brusco, pero viril, hermoso, pujante. El football moderno adolece de exceso de combinaciones hechas cerca del arco. Es un juego más fino, quizás más artístico, hasta más inteligente en apariencia, pero que ha perdido su animación primitiva”.

Notas
1) El campo de deportes del Cricket, cuyo nombre oficial era English Ground, estaba ubicado en la calle Cardal casi Luis Alberto de Herrera. El club lo utilizó entre 1889 y 1945. Anteriormente había utilizado un predio en la avenida 8 de Octubre, donde hoy se levanta el Hospital Militar. Ambas canchas y la zona fueron llamadas La Blanqueada en recuerdo de la denominación de una vieja pulpería del lugar.
2) Se refiere a William Leslie Poole, deportista inglés, profesor del English High School e impulsor de la fundación del Albion entre sus alumnos. Fue jugador, árbitro y dirigente. Su hermano Cecil también actuó ese día.
3) El arroyo y los baños que allí disfrutaba fueron evocados por el escritor argentino Jorge Luis Borges, que pasó algunos veranos de su infancia en la zona, donde su tío Felipe Haedo poseía una quinta.
4) Esta afirmación es contestada por el Montevideo Cricket Club y motivó una carta publicada por “Búsqueda” el 4 de noviembre de 1999.
5) “Historia de la Selección argentina”, serie de fascículos publicadas por “El Gráfico” en 1997.
6) Así lo advierte la crónica de “El Día” del 16 de agosto de 1905.
7) El 15 de agosto, fiesta de Santa María y feriado en ambas orillas del Plata, fue una fecha muy utilizada para los partidos entre Uruguay y Argentina de la época.
8) Es el mismo que actuó como arquero del seleccionado en el encuentro de 1901. Futbolista del Albion, fue fundador de Wanderers en 1902 y también jugador de ese club.
9) Reproducida en el libro “Lo mejor de El Gráfico”, editado en 1976.