martes, 16 de marzo de 2010

Aclaración de Martín Pintos, autor de "La derrota"

Desde la publicación del adelanto realizado por el semanario Búsqueda del libro La derrota. Los porqués del fracaso de Lacalle, investigación de mi autoría, mucho se ha dicho sobre el material difundido, de los motivos que me llevaron a ponerlo en circulación, y hasta sobre mi persona.

He guardado prudente silencio porque entendí previamente que sucederían variadas reacciones, algunas de ellas hasta comprensibles.

Pero se optó por ingresar, por parte de varios actores políticos y otros, en el terreno de la descalificación, de la agresión y lo más grave, de la desacreditación de mi persona y mi trabajo.

Así como comprendo el derecho que les asiste a destacados integrantes del sistema político a expresarse sobre pasajes del libro y sacar conclusiones apresuradas, también manifiesto claramente que tengo el derecho de defender mi trabajo y salvaguardar mi honorabilidad.

La publicación surgió a principios de diciembre con la idea central de responder a un resultado electoral que dejó muchas dudas, entre ellas, la pregunta ¿qué le pasó a Lacalle? Pese a las sobradas credenciales que ostenta, hubo un cúmulo de factores y situaciones, que se detallan claramente en el libro, que explican porqué no accedió a la Presidencia.

Al iniciar la investigación logré, con muchos de los actores que aparecen mencionados y otros que optaron por mantener el anonimato, confesiones explosivas en la búsqueda de esas respuestas. Confesiones tan y aún más duras y graves de las que aparecen en la publicación, muchas de ellas desechadas porque no aportaban significativamente a la tarea perseguida; declaraciones dejadas de lado pero que, por cierto, tengo a buen resguardo.

Fue en ese contexto que hablé con altos dirigentes políticos. No me pidan que me haga cargo si algunos dijeron cosas que hoy creen que hubiera sido mejor silenciar.

Voy a los acontecimientos de la noche del 28 de junio de 2009. Esa noche “mágica” donde la “unidad” era un todo para el Partido Nacional. La reunión entre los doctores Luis Alberto Lacalle y Jorge Larrañaga, encuentro que forma parte del libro pero que no es la esencia del mismo, duró 15 minutos y se relata en detalle en varios párrafos de la publicación.

El hombre ungido como candidato único de su partido le ofreció a su rival completar la fórmula, lo que fue aceptado de inmediato. Sin embargo, posteriormente, se trató el tema de la compleja situación económica en la que se encontraba Larrañaga, a raíz de las deudas asumidas en la campaña interna (todo el mundo apreció que en las tandas su sector al menos duplicaba en tiempo a Unidad Nacional). Se hacía necesario dar “una mano”, un auxilio económico.

El compromiso de Lacalle fue ayudar a que su compañero de fórmula no quedara “descalzo” y para que ese aspecto no fuera un tema de preocupación en los meses que tenían por delante de campaña conjunta.

El libro no sugiere ni directa ni indirectamente que ese compromiso asumido por ambas partes haya sido condición de aceptación de nada, ni mucho menos un pago a cambio de integrar la fórmula. Quien así lo piense tendrá sus motivos, pero no fue lo que yo transmití. No veo que ese tipo de colaboración sea nada deshonroso para ninguno de los protagonistas: en el mundo sobran los ejemplos. Barack Obama se hizo cargo de algunas deudas de su rival Hillary Clinton y pidió apoyo partidario para cubrirle otras y nadie se escandalizó.

Los dos protagonistas centrales desmienten el contenido de la reunión y están en su derecho. Calificadas fuentes me ratifican que ese tema sí estuvo sobre la mesa. De eso tengo lógicamente debido respaldo. Quien no comparta esta visión puede recorrer el camino que entienda deba recorrer y en cualquier instancia, que yo no voy a promover, nos veremos con todas las pruebas. Lo que no puedo aceptar es que, por preservar la unidad partidaria, se quiera ensuciar mi nombre.

El Directorio del Partido Nacional se reunió este lunes para tratar el tema. No recuerdo una instancia similar en la que un partido hable durante toda una sesión de una publicación. Subrayo las expresiones del diputado Pablo Ituarralde al afirmar que no dice que “Pintos mienta” o del propio senador Jorge Larrañaga cuando dijo el viernes 12 a varios medios, luego de desmentir la publicación, que no duda “de la veracidad del periodista”.

Desmentidos y puntualizaciones vendrán, tanto sobre éste como sobre otros pasajes una vez que se lea el libro en su totalidad.

Yo me mantengo en lo que investigué y publiqué. Los actores que hablaron, hablaron y en el libro está consignado. Otros, como ya dije, prefirieron el anonimato y los resguardo como fuentes calificadas para sostener la veracidad de una publicación cuyo único objetivo fue relatar los hechos que llevaron al resultado del último domingo de noviembre. Lo demás son conjeturas y especulaciones en las que no voy a ingresar.

Martín Pintos

jueves, 11 de marzo de 2010

La derrota


¿Qué le pasó a Lacalle? La pregunta recorrió el país en el último tramo de la contienda electoral y se intensificó luego de su derrota frente a José Mujica.
¿Qué pasó entre su noche mágica del 28 de junio y el fracaso del 29 de noviembre?
¿Cómo el hombre, que resucitó de sus cenizas con extrema habilidad hasta conseguir su candidatura, cometió tantos errores en la campaña presidencial
¿Las elecciones estaban perdidas de antemano con el Frente Amplio?
¿Cómo incidieron los asesores, las agencias de publicidad, el pensamiento del verdadero Lacalle?
¿Cuánto pesaron el Frente Amplio, el propio gobierno, el Pit-Cnt, el Partido Colorado y, sobre todo, los propios nacionalistas?
Responder a esas preguntas fue la intención de Martín Pintos al iniciar esta asombrosa investigación periodística. Asombrosa por la cantidad y calidad de las fuentes consultadas y por los sorprendentes descubrimientos que realiza.
En un marco de respeto a los protagonistas de este libro, Pintos revela circunstancias y hechos que pueden ser explosivos para la comunidad blanca y que se transformarán en insumos imprescindibles para entender la política uruguaya.

Parte del primer capítulo de "La derrota"



Había dejado de llover en la ciudad de Montevideo. Cientos de militantes frenteamplistas enrollaban sus banderas tricolores y caminaban de regreso a sus hogares, cabizbajos. Las lágrimas contenidas en muchos y la rabia expresada en otros eran difíciles de concebir, de acuerdo al resultado que los principales referentes de las empresas de opinión pública difundían la noche del 25 de octubre de 2009.
Costaba comprender los festejos de militantes blancos y colorados. Se había anunciado que el Frente Amplio rondaba el 47% de los votos, el Partido Nacional el 30%, el Partido Colorado había mostrado una excelente recuperación obteniendo un 18%, y el Partido Independiente un 2,5%, según los primeros sondeos a boca de urna.
El Frente Amplio no había ganado en primera vuelta, ni obtenido la mayoría parlamentaria. Tampoco habían prosperado los dos plebiscitos que apoyó, el referido a la ley de caducidad y el del voto de los uruguayos en el exterior. Eso disparó la tristeza frenteamplista y la alegría de la militancia blanca y colorada, que se volcó a festejar en la rambla en una explosión de gritos y aplausos. Sin embargo, los resultados empezaron a cambiar a medida que los votos se contaban en forma oficial.
María Elena Walsh cantaba “el reino del revés” y Uruguay se acercó mucho a ese concepto esa noche.
El partido que había quedado en las puertas de ganar en primera vuelta y era favorito para la segunda estaba apagado. Los nacionalistas, que habían sacado cinco puntos menos que en las anteriores elecciones, festejaban, y los colorados, que seguían terceros, estaban eufóricos.
Cuando la noche avanzó, Luis Alberto Lacalle aplicó todo su olfato político y pronunció un comentario ante sus colaboradores más cercanos que corrió como un escalofrío para muchos que se habían entusiasmado con un mejor resultado en el balotaje que tenían por delante y disputarían en 30 días: “Esto ya está. Yo ya perdí. Pasemos esta etapa lo mejor posible”. El ex presidente supo esa noche que era imposible ganarle al Frente Amplio.
Los números habían cambiado y mostraban a la izquierda con más del 48% y una casi segura mayoría parlamentaria que se confirmó al día siguiente; los nacionalistas habían bajado al 29% y los colorados al 16%. Esta vez, juntos no llegaban. Diez años atrás, cuando ganó Jorge Batlle, la historia era otra.
Con la voz entrecortada, Lacalle buscó no defraudar a sus militantes, que tantas y tantas esperanzas habían depositado en él. Muchos bailaban en la puerta del Directorio nacionalista al son de la canción de Alejandro Lerner “Cuenta conmigo”.
Daría la batalla con altura, fiel a su estilo pero conociendo el de-senlace final. Por eso, esa noche, ante cientos de militantes su rostro dejó correr las lágrimas que el mundo entero constató.
Los que lo conocen bien afirmaron al autor que el llanto del ex presidente fue una despedida pública de la lucha electoral, mas no de su participación activa en la vida política del Uruguay.
Mientras hablaba, su mente se inundó de recuerdos. De los buenos y de los otros. Su presidencia, sus seres queridos, su recientemente fallecida madre, su constante lucha por levantarse luego de los hechos de corrupción que cargó y carga como una cruz. Pero también expresaban un sentimiento de resignación y de solicitud de perdón a aquellos que, como dijo en varias oportunidades, defraudó por no llegar. Las lágrimas evidenciaban una nueva derrota, que se confirmó un mes más tarde.
La atmósfera era densa la noche del 29 de noviembre. Las bocinas y banderas del Frente Amplio se agitaban en automóviles que aún circulaban por 18 de Julio, antes de que la Policía pusiera el vallado para delimitar la zona de festejos. Decenas de militantes nacionalistas esperaban en la vereda de su sede partidaria los inminentes resultados. En algunos casos con resignación, en otros con tristeza, desconcierto o amargura; solo los jóvenes mantuvieron la esperanza intacta hasta el final.
Una encuesta difundida por correo electrónico a través de una newsletter del comando de Lacalle, en plena veda electoral, había calado hondo en la militancia más joven. Cuando todas las empresas habían cerrado el jueves 26 de noviembre de 2009 con diferencias entre 6 y 7 puntos a favor de la fórmula del Frente Amplio y los politólogos ya habían dado por definida la elección, la encuesta difundida y atribuida a Equipos Mori –empresa que luego se encargó de desmentirlo– otorgaba una diferencia de solamente tres puntos, con una masa de indecisos que podía “hacer cambiar la elección”.
El correo decía textualmente:
“Equipos Mori: Mujica baja al 47%, Lacalle sube al 44%. Sólo 3 puntos de diferencia y todavía un 8% no se define entre las dos opciones. Esto significa un cambio significativo de tendencia hacia el balotaje del domingo. De continuar, el punto de encuentro es de apenas 1,5%. El resultado es incierto”.
La comunicación del comando Lacalle también fue difundida con alegría por el Partido Colorado que, por medio de su secretaría, informó la “buena noticia” a través de un correo electrónico.
El desmentido de Equipos Mori no se hizo esperar:
“En las últimas horas ha circulado un mail señalando que Equipos Mori ha registrado cambios significativos en la tendencia de intención de voto para la elección del domingo. Equipos no confirma en absoluto la información, y reitera que la estimación de la empresa para el domingo es la publicada en Subrayado [informativo de Canal 10] el día miércoles 25”. Es decir, 50,9% para José Mujica, 43,7% para Luis A. Lacalle.
Minutos más tarde, otro comunicado del Partido Colorado también pedía disculpas.
“Disculpas, se ve que es euforia de los blancos”, señalaba el nuevo comunicado y agregaba el desmentido de Equipos Mori.
Quien lo hizo (a eso se hará referencia más adelante) no midió las consecuencias de sus actos. Transformó una derrota asumida en esperanza: el cóctel fue letal. Las lágrimas hablaban esa noche y la decepción fue mucho mayor.
Jorge Larrañaga, con un gesto que lo decía todo, llegó esa tarde del 29 de noviembre de 2009 a la sede de la fórmula en 18 de Julio y Martín C. Martínez. Esquina cruzada estaba su propia sede, la de Alianza Nacional, local que había albergado a Luis Alberto Lacalle la noche de noviembre de 1989 en que fue electo presidente.
Larrañaga se había estado “mensajeando” vía SMS con dirigentes de su sector, Alianza Nacional, durante toda la tarde. Pedía “no cobrar cuentas” y anunciaba que “empezaba a volver”.
Las urnas aún estaban abiertas y la gente votando, pero la contundencia de las primeras proyecciones, que off the record tenía el comando nacionalista, lo decía todo. Luis Alberto Lacalle estaba perdiendo por 10 puntos, en el mejor escenario, frente a José Mujica. Una película que la militancia nacionalista nunca imaginó ver.
Era el tercer intento de Lacalle por llegar a la presidencia y nuevamente lo dejaba junto a su amiga y compañera fiel de los últimos años, la derrota.
Minutos más tarde llegó a la sede en la camioneta Hyundai junto a su chofer, custodia y compañero de ruta de tantos años, Freddy Kuster. Fue ovacionado por unos pocos militantes, notoriamente muchos menos que el 25 de octubre, cuando pasó a la segunda vuelta. Se encerró con su comando a escuchar la sentencia del soberano.
Su última actividad política había sido una ofrenda floral al pie del monumento a José Gervasio Artigas, algo que ya había realizado días antes de las elecciones internas que supo ganar el 28 de junio de ese año. El escenario era distinto aquella tarde, cuando ya olfateaba la victoria frente a Jorge Larrañaga. Un resultado impensable no solo para Alianza Nacional sino para el propio herrerismo, que no creía en las posibilidades electorales de Lacalle, un error que hoy reconocen.
Acompañado por Jorge Larrañaga y por la ex fórmula colorada que había enfrentado el 25 de octubre de 2009 (Pedro Bordaberry y Hugo de León), el ex presidente eligió un mensaje conciliador, consciente de que la derrota estaba cerca: “Aquí nadie está contra nadie, estamos por una opción que queremos defender. Todos iguales ante la urna. Serán las nuestras, palabras de fraternidad para quienes voten de manera distinta. Van a ejercer un derecho por el que hubo que luchar mucho y que tenemos que respetar y comprender”.
Las horas siguientes las pasó en su estancia de Cerro Colorado, refugio obligado de la familia Lacalle para tiempos de meditación y balance.
El sábado 28 de noviembre volvió a la capital para atender a los medios internacionales y reunirse con veedores. Por la noche su secretario privado, Nicolás Martínez, y su jefa de prensa, Noelia Franco, lo dejaron a pocas cuadras de la casa en una capilla cercana. Allí decenas de partidarios estaban haciendo una vigilia.
“Dejémoslo, quiere estar solo”, le dijo Martínez a Franco.
Allí rezó a solas durante largo rato y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Había sido una campaña extensa, compleja, plagada de accidentes y errores, pero sobre todo, muy dura. No quiso que lo fueran a buscar, saludó a sus fieles partidarios, les agradeció y se fue caminando hasta su casa.
El último domingo de noviembre de 2009 amaneció nublado. Lacalle se levantó al alba, rezó, miró la prensa, desayunó y se dispuso a atender a los periodistas que se habían apostado en la puerta de su casa.
En la barbacoa de la calle Murillo, donde tiene su casa, los hizo pasar de a uno y los invitó con unas galletas que decían “Qky” y que había ayudado a hornear su nieto, tal como lo hizo el 25 de octubre, cuando Lacalle también, en su fuero íntimo, adivinaba el resultado.
A Luis Alberto Lacalle lo conozco desde hace no menos de 11 años. La mayoría de las veces lo vi en derrota, con mayor o menor tristeza, algo que disimula bastante bien.
Una persona de fuertísimo temperamento, inteligencia, constancia y tesón a la que se le podrán cuestionar muchas cosas, pero ha sido y es un actor protagónico de la vida política del Uruguay desde el advenimiento de la democracia.
Supo llegar a la presidencia de la República (1990-1995) con viento en contra, como le gusta decir a él, gobernar sin mayorías, resistir lo que bautizó como una “embestida baguala”, recuperarse y competir nuevamente por la máxima magistratura en diversas instancias con resultados desparejos.
En lo que pareció ser “su momento”, luego de haber derrotado cuando nadie lo pensaba a Jorge Larrañaga, ingresó en una espiral donde, al mejor estilo de la película La tormenta perfecta, confluyeron una serie de factores, propios y externos, que lo llevaron a quedar por el camino una vez más.
La pregunta que sigue rondando y este libro intenta responder es: ¿qué le pasó a Lacalle?
En una entrevista publicada por el matutino El Observador en 1992, cuando aún era presidente de la República, bromeaba con que siempre había estado, como dice el Quijote, “más en el camino que en la posada”. Ciertamente así ha sido.
Pero Lacalle tiene, como todo ser humano, puntos débiles que le jugaron en contra y que salieron a la luz en el momento que nadie lo pensaba.
Desde su grupo político, el herrerismo, se habla de perplejidad ante los errores cometidos, otros le atribuyen soberbia, la mayoría expresa que Lacalle se mostró tal cual es, algunos hablan del dolor de su pierna y los menos le atribuyen cansancio.
La derrota nacionalista, una más para Lacalle, no puede ser analizada o enfocada desde un solo ángulo. No hay un único motivo ni una sola causa, ni siquiera un solo culpable.
Esta investigación periodística pretende mostrar los diversos factores que coadyuvaron para que el resultado final fuera el que inexorablemente tenía que ser.