Mis quince minutos de fama
Del el 28 de octubre de 1994 - al 24 de febrero de 1995
No esperaba su llamada. O tal vez la esperaba en sueños desde hacía meses. Más bien necesitaba de algo así, parecido a un milagro.
Pero los milagros no se dan en la política, ahora no lo creo, aunque puede ser que entonces lo creyese.
Estaba en el jardín y alguien me gritó que me llamaba Sanguinetti.
¿Qué querría?
Tal vez era por una pavada.
Fui rápidamente al teléfono y me habló Ernesto Laguardia, su secretario personal. “¿Cómo andás?”, “Bien, bien”, nos saludamos y enseguida me dijo: “Te paso con el jefe”. No pude ni decirle nada más, cuando ya apretó una tecla en su teléfono e irrumpió en el mío la voz inconfundible de Julio María Sanguinetti.
“Cómo andás, pibe”, me saludó amable y canchero, como lo era habitualmente. Pero había algo en su voz que denotaba prisa y esa excitación previa a tener que pedir un favor, una gauchada.
No sé si lo sentí o lo imaginé.
Veía que algo importante se venía, porque él no iba a llamar personalmente por tonterías, cuando faltaba sólo un mes para las elecciones. Estoy hablando de las elecciones nacionales de 1994, y sería, ese día de la llamada, uno de los últimos de octubre, no recuerdo bien cuál.
“Mirá, aquí los publicistas tienen una campaña publicitaria muy audaz, muy imaginativa, pero que yo no la puedo firmar. Lo entendés, Volonté, Lacalle,... no me puedo pelear con ellos”.
“Ah”, le dije, prolongando la hache para darle tiempo a que continuara. Ahí intuí que venían una oferta y un pedido. Vinieron los dos juntos.
Sanguinetti me dijo, palabra más palabra menos (admito que este dialogado no es textual sino recordado): “Pero pensé que la podías firmar vos, Los Liberales. Es rara, un poco como ustedes”. Lo interrumpí y le pregunté lo obvio, quién iba a pagar los minutos de propaganda; yo no podía. “Eso va por cuenta mía. A vos te va a ayudar a votar mejor”, me replicó.
Me di cuenta de que el hombre, mi líder, quería una respuesta rápida, pero yo no podía aceptar una campaña política, aunque fuese regalada, sin verla antes.
“La tengo que ver y entonces te contesto”, le dije, y él me respondió enseguida: “Bueno, fenómeno. Vos pasá por el Parque Hotel y ahí Bluth te muestra todo”.
“En una hora, una hora y cuarto, estoy ahí”, concluí el diálogo y nos despedimos. Esta sí que era una oportunidad que caía del cielo o más bien de Sanguipapá.
Mi mujer, que curiosa por la llamada se había acercado adonde yo estaba hablando por teléfono, me preguntó apenas corté: “¿Qué quiere?” Le resumí rápido lo que no había escuchado de mi conversación: “Tiene una campaña de publicidad, que él no puede firmar, y ofrece dárnosla a nosotros. Gratis. Si querés, arreglate y venís conmigo al Parque Hotel”. Me respondió que sí.
Subí las escaleras y fui a mi dormitorio, ya pensando en la ropa que llevaría. No iría de traje, me iba a poner un saco sport y hasta pensé cuál. Pero antes me tenía que duchar.
En los diez minutos que estuve debajo del chorro de agua tibia, mi cabeza no paraba de tejer hipótesis. ¿Cómo sería esa campaña?
Cuando cerré la ducha, pensé que no servía de nada darle tantas vueltas en ese momento, ya que al cabo de una hora y media lo iba a saber.
Parecía muy bueno para ser verdad. Nadie regala nada porque sí y menos en política, y quería saber dónde estaba encerrado el secreto de tanta generosidad. Ese punto aún no lo tenía claro.
Llegamos a la entrada del edificio a tiempo; no había pasado más que lo que le dije a Sanguinetti: “una hora, una hora y cuarto”. Durante el viaje en auto, poco fue lo que conversamos con Cristina. Algunas frases sueltas y llenas de dudas.
No podíamos adelantar mucho porque no sabíamos bien qué nos esperaba, cómo era esa campaña que con tanta urgencia y desinterés se me ofrecía.
Estacioné mi jeep y entramos en el edificio. No sabía dónde eran las oficinas de PSB, la empresa de Miguel Petit, Julio Luis Sanguinetti y Alejandro Bluth, que se encargaba de parte de la publicidad de la Lista 2000, pero una recepcionista nos acompañó.
Nos recibió el Dr. Elías Bluth, siempre un caballero muy cortés, quien nos hizo pasar a una sala que se fue llenando de gente procedente de otras oficinas. A medida que nos saludábamos, cada uno iba tomando su lugar en la mesa para que comenzara la reunión.
Yo los conocía a todos, a algunos más y a otros menos; pero todos, menos uno, esperaba que estuvieran allí: Alejandro Bluth, hijo de Elías, y Julio Luis Sanguinetti, hijo de Julio, eran presencias cantadas; llevaban gran parte de la campaña de Sanguinetti. Ernesto Laguardia también, era su secretario particular; el Esc. Scaglia, era amigo de Julio Luis y hombre de confianza de Julio, y Eduardo Fernández era dueño de una agencia de publicidad y amigo de todos ellos.
Se trataba del cerno de los hombres de confianza de Sanguinetti, el núcleo más íntimo. Pero había alguien a quien yo había saludado y que desentonaba en el grupo. Él nunca había sido del círculo de Sanguinetti; todo lo contrario, fue la cara visible de la campaña de la lista 1001, del Partido Comunista, en las pasadas elecciones.
Su personaje se llamaba “el profesor Paradoja” y refería a las contradicciones que veía en el pensamiento de los partidos tradicionales y después tocaba una corneta. En esa oportunidad, la 1001 fue la lista más votada del Frente Amplio, por un margen importante.
¿Qué hacía el Corto Buscaglia en esta reunión? Fue hacerme la pregunta y ya no tenía dudas de la respuesta: la campaña era suya. La campaña que querían regalarme a mí. Él era el único creativo publicitario presente en la sala y, además, si no era el autor, nada tenía que hacer en esta reunión.
Mis sospechas se confirmaron a poco de comenzar a hablar el Dr. Bluth: se trataba de una idea de Buscaglia, que había presentado Eduardo Fernández al comando sanguinettista, y que le había gustado al líder, pero, respecto a la cual, consideraba mejor que no apareciera involucrado su nombre.
Tenían que encontrar un testaferro, alguien que apareciera como el titular, sin serlo, y me habían elegido a mí.
No tenían muchas otras opciones y se decidieron por mí, y en este momento me la estaban ofreciendo. Bluth me decía que seguramente ayudaría a que tuviera más exposición en los medios, la frecuencia sería muy alta en los días que faltaban para las elecciones y yo votaría mejor, Los Liberales votarían mejor.
Compartí el concepto a grandes rasgos, pero ahora lo que más me interesaba era ver lo que tenían para mostrarme.
Aproveché una pausa de quien hablaba y les dije: “Muy bien, veamos lo que tiene para mostrarnos el señor Buscaglia”.
Todas las miradas fueron hacia él y el Corto empezó a hablar casi balbuceando. “No es mucho lo que tengo para mostrar. Sólo un comercial y después vendrían otros, no muchos, porque queda poco tiempo…”
Estaba hablando Horacio Buscaglia y alguien empezó a apagar las luces y comenzó a rodar la pieza filmada. Apareció en la pantalla una escena clásica del mejor Tarzán. Johnny Weismuller, con la mona Chita al hombro, daba su conocido grito y se lanzaba por una liana hacia otro árbol de la selva.
Cuando el aullido disminuía, apareció una locución por encima de la imagen que decía que Volonté, al igual que Tarzán, se creía que podía arreglar todos los problemas del país, que era todopoderoso.
Me dejó perplejo lo que vi y escuché. Era un ataque a Volonté, no cabía la más mínima duda, pero no era grueso. Hasta tenía algo simpático, algo de humor, con Tarzán y la mona Chita.
Lo pasaron dos veces y después se hizo un silencio, mientras se volvían a encender las luces.
Alguien tenía que explicar algo. Esto era sólo un comercial ¿y después qué?
Varios hablaron y cada uno dijo algo que servía para develar el misterio. El Corto agregó que ya estaba trabajando en el segundo tape y que, en ése, iban a aparecer el presidente Lacalle y su ministro de Economía, Ignacio de Posadas. Pero de ése no tenía nada para mostrar.
Entonces habló Eduardo Fernández y dejó las cosas más claras. A un mes de la elección, ellos conocían encuestas que ponían en duda el triunfo de Sanguinetti, cuando meses atrás aparecía como claro. Tanto Volonté como Vázquez, los otros dos candidatos con posibilidades, se le iban acercando peligrosamente, y sobre todo el candidato del Partido Nacional. Podían pasarlo.
Principalmente, si no hacían nada.
Y esto es lo que se les había ocurrido hacer: poner al aire esta campaña que, pensaban, les quitaría los votos decisivos a los candidatos nacionalistas y aseguraría el triunfo de Sanguinetti. Y tenían razón, Sanguinetti no la podía firmar; si lo hacía, todos lo responsabilizarían a él por estos ataques. Porque eran ataques, iban directamente en contra de alguien, aunque tuvieran humor.
De firmar yo esa publicidad, los ataques serían míos y no de Sanguinetti, yo sería el único responsable.
No me preocupaba mucho. A mí no me haría mucho daño, pensaba. La campaña, aunque inconclusa, era buena, estaba bien pensada y era graciosa. No iba a pasar desapercibida, más si tenía buena frecuencia.
Entonces me aseguraron que la iba a tener, la buena frecuencia, y que ellos correrían con todos los gastos. Me tocaba a mí ahora dar una respuesta.
Mi cabeza iba a mil. Me parecía que todos me miraban, aunque seguían hablando entre ellos. No podía demorar en decir algo y si les decía que lo iba a pensar, que parecía lo mas lógico, quedarían preocupados. ¿Y qué iba a pensar tanto? La idea y su comienzo estaban ahí, me lo habían mostrado; era tomarla o dejarla.
Tal vez buscaran a otro grupo político, dentro del sanguinettismo, dispuesto a firmarla, y ahí sí me quedaría como estaba: sin esperanza alguna de votar decentemente en las elecciones que estaban por ser.
Faltaba menos de un mes y esas eran mis perspectivas.
Me decidí en el momento, sentía la urgencia en los presentes. Les dije que sí, que estaba dispuesto a asumir como propia esa campaña, la idea; pero que me gustaría participar directamente en lo que restaba de ella. “Con Buscaglia, por supuesto”, agregué.
Casi escuché un suspiro de alivio en el ambiente. Yo había aceptado. Podían hacer la campaña.
Quedamos en que a la mañana siguiente iba a llevar a la productora de Esteban Schroeder el logo de Los Liberales, que con eso ya harían el final del aviso e introducirían mi nombre. Y si estaba de acuerdo al verlo completo, ya podían ir sacándolo al aire; “ir pautándolo”, fue la expresión que usaron.
Les dije que sí y miré a Buscaglia, le pregunté si estaba bien a las diez de la mañana. Respondió que sí, con esa mirada pícara que frecuentemente ponía, y yo comencé a levantarme para despedirnos.
Tenía mucho para pensar, todo era bastante raro y no quería, en ese momento, que me hablaran mucho. Me iban a marear, quería cuanto antes volver a casa y ahí analizarlo tranquilo.
Nos despedimos todos contentos. Alguien me dijo, ya en la salida y al pasar: “Con esto sí que vas a votar bien”. Me sonreí un poco irónicamente y le di la mano. No estaba muy seguro de ello.
Pero, por un cuarto de hora, iba a ser el muchachito de la película.
Todo eran sonrisas y abrazos cuando nos saludamos.
A la tarde, en casa, después de almorzar, me puse a pensarlo y en seguida me di cuenta de que lo más importante ya lo había decidido.
Me había comprometido a asumir como propia la campaña publicitaria que me ofrecían. Lo que iba a poder incidir en ella no era mucho y las consecuencias políticas todavía eran inciertas.
Todos me habían dicho y recalcado que, con esa publicidad, iba a votar mucho mejor, porque mi logo, mi número de lista y mi nombre aparecerían mucho en la pantalla en los días siguientes; y que lo harían firmando yo unos avisos, distintos e impactantes.
Sin embargo, el que habían mostrado no estaba hecho para mí, para promocionar mi figura, mi movimiento y sus ideas. Nada de eso, iba directamente contra Volonté, y después vendrían otros que serían dirigidos a Lacalle y a De Posadas, por lo menos.
No serían mensajes simpáticos, aunque tuvieran humor, y no quedaba claro cómo los tomaría la gente que los viera por televisión. A unos les gustarían y a otros no.
A mí me gustaban, debo reconocerlo. La campaña estaba bien pensada y prometía incidir donde había que incidir. Si el triunfo de Sanguinetti estaba amenazado por un repunte de Volonté, había que frenarlo y la manera empleada era tomárselo para la risa. Ese grito de Tarzán quería representar a alguien que se siente capaz de todo, de cualquier hazaña, y realmente no lo es.
Pero lo que más me intrigaba, durante el tiempo que pensaba en la aventura en la que me había embarcado, era Buscaglia. ¿Cómo había aceptado realizar esa propaganda? Durante la reunión, había escuchado algunas frases que indicaban que el Corto trabajaba en la agencia de Eduardo Fernández. Ahí estaba la chispa que generó esta serie publicitaria, nació entre ellos dos.
A eso de las cinco de la tarde, me sentía harto de darle vueltas al asunto en mi cabeza. Ya no había mucho más en qué pensar, tendría que esperar a la mañana siguiente para ver cómo adelantaban las cosas. Se me pasó por la mente llamar a Sanguinetti, a Julio, ya que este pedido de campaña me lo había hecho él. Pero ¿qué le iba a decir?: ¿que me había gustado lo que me habían mostrado?, ¿que no tenía problema en firmarla si era bueno para él?; enseguida supe que todo eso ya se lo había comunicado a sus asesores.
Decidí, por el momento, no llamarlo.
A la tarde fui a la sede de Los Liberales, como casi todos los días. No había mucho movimiento, pero tampoco estaba quieto. Unas veinte o treinta personas se encontraban doblando y ensobrando listas para repartir. Los saludé a todos, pero a ninguno le dije ni una palabra de lo que sabía estaba sucediendo. Todavía era muy pronto para ello.
Nadie me había pedido reserva, pero hasta que estuviera pronta la campaña, lo mejor, me pareció, era no decir nada. Cuando fuera a salir al aire, ahí les informaría.
Con muchos de los compañeros tuve que morderme la lengua para no contarles.
A la mañana siguiente, llegué en hora a la cita. En la productora me esperaban Eduardo Fernández y Horacio Buscaglia, quien se encontraba trabajando en la isla de edición. Les llevé, como me habían pedido, un disco con el logo de Los Liberales y agregué, sin que me lo hubieran solicitado, el spot publicitario que ya habíamos hecho, y que desde hacía casi un mes estaba al aire.
Tenía una frecuencia muy baja y sólo salía por Canal 12, pero a mí me encantaba. Me gustó desde que quedó pronto, más de un mes atrás.
La música de Carlos Cotelo era excepcional, y también la letra y cómo estaba cantada. Las imágenes mías, caminando a lo largo de un cerco de plantas, corriendo por la playa con mi perro Bóxer, el Chato, o jugando al fútbol con mi hijo menor, Felipe, en el jardín de mi casa, eran muy buenas. Reconozco que en mis apreciaciones, en ese momento, había mucho de vanidad. Me creía el galán de la política, se me habían subido los humos y eso, a la corta o a la larga, se paga.
Este aviso no había pasado inadvertido, pese a ser visto poco por los televidentes, ya que no salía seguido. Sin duda había algo que irremediablemente llamaba la atención: dos enormes volutas de humo.
Ellas entraron de la mano de dos de las personalidades que habíamos elegido para que se intercalasen con las imágenes mías, las de Jimmy Hendrix y Bob Marley, ambos fumando algo que, saltaba a la vista, no era tabaco. También aparecían Albert Einstein, José Batlle y Ordóñez, John Lennon, John Kennedy y Felipe González, pero ellos no fumaban. La cuestión era que esas nubes de humo terminaban dominando la pieza y la transformaban en un mensaje casi a favor del consumo de marihuana. Sutil, pero evidente.
Tanto es así que, en la actualidad, si alguno de ustedes quiere ver este spot publicitario, le bastará con ir a You Tube y allí lo encontrará. Alguien que yo no conozco lo colocó allí, y desde entonces es uno de los más visitados por los ínternautas. Su leyenda, en la pieza, lo identifica como propaganda de un grupo joven a favor de la liberación de la marihuana.
Qué combinación extraña de campañas diferentes que estaba a punto de realizarse.
Eduardo Fernández era, y creo que sigue siendo, un tipo sencillo, trabajador y muy fácil de tratar. Me recibió con mucha calidez y muy contento de que esta publicidad terminara saliendo al aire. Para él, era importante. Era su contribución para que Sanguinetti ganara la presidencia por segunda vez.
Rápidamente y con una taza de café en la mano, pasamos a ver en qué se había adelantado desde el día anterior. El primer spot publicitario, el de Tarzán, ya estaba pronto y sólo había que agregarle mi firma.
Eduardo me dijo que ya se pondrían a trabajar en ello, porque querían que estuviera pronto cuanto antes para comenzar a pasarlo. Los primeros días sólo aparecería esta pieza, mientras Buscaglia adelantaba con la siguiente. Ya estaba trabajando en ella y algo había para ver.
Le pedí que me pasara algunas veces más el aviso de Tarzán con la locución definitiva, porque aunque lo había visto en tres o cuatro oportunidades, en la sala de PSB en el Parque Hotel, quería mirarlo nuevamente. Unos minutos después lo hicieron, y, mientras yo miraba una y otra vez el aviso del hombre mono, veía y oía que Buscaglia, en la sala contigua y con la puerta abierta, jugaba con unas imágenes de Lacalle y de De Posadas, el presidente y su ministro de Economía. A veces las pasaba a velocidad normal y otras muy rápido, y las repetía para adelante y para atrás. El efecto que lograba era que quedaran ridículos ambos. Lacalle abría y cerraba una carpeta, una y otra vez, a una velocidad impresionante, y De Posadas se sacaba y se ponía los lentes tan rápido, que quedaba cómico. Parecían dibujitos animados, o más bien, esas imágenes de la parte más graciosa de un blooper, cuando el protagonista cae o se golpea, secuencia que también repiten varias veces en cámara rápida en los bloopers.
Esto era lo que estaba preparando el Corto, junto a un editor.
Al rato avisaron que estaba pronto el primer spot, que era la filmación del Tarzán de Johnny Weismuller, más el final con el logo de Los Liberales, Lista 1980 y mi nombre.
Lo pasaron. La firma del aviso me pareció que transcurría muy rápido, eran unos pocos segundos, y no tenía locución. Les hice estas observaciones y me contestaron, Eduardo Fernández y Buscaglia, que la idea era que fueran cortos y ágiles, y que la firma también lo debía ser.
Eduardo me agregó que no olvidara la gran frecuencia que tendrían en su exposición: “prácticamente aparecerán en todas las tandas”.
Esto terminó de convencerme; se los dije y pasamos a otro tema.
Buscaglia entonces me aclaró que aún no había terminado ninguno de los otros dos avisos siguientes. Ambos utilizarían imágenes tomadas de los noticieros de la televisión, de Lacalle y de De Posadas, y serían editados de esa forma que ya había visto en el televisor de la “isla de edición” contigua.
Le pedí que me mostrara lo que tenía y vimos al presidente, que mostraba y escondía una carpeta que contenía un informe del BID; y a su ministro de Economía, que se sacaba y se ponía sus lentes de leer también a una velocidad increíble.
Aún no tenían audio.
Era muy poco para decir algo. Quedamos en volver a reunirnos a la mañana siguiente, en la que estarían prontas las piezas restantes.
Entonces, Eduardo Fernández me preguntó si me parecía que ya podíamos comenzar a pautar el spot publicitario de Tarzán en los canales.
Lo pensé unos segundos y le contesté que sí.
Ya estaba por empezar el mes de noviembre, quedaban menos de treinta días para la elección; y esta campaña, para ser efectiva, no podía demorar más en aparecer.
Mientras me despedía de ellos, quedamos en juntarnos nuevamente al día siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar, y le pedí a Eduardo que me confirmara por el celular si el aviso comenzaría a salir esa tarde.
A eso de las cuatro me llamó y me dijo que sí, que después de las siete empezaba a salir “con todo”.
Estábamos próximos a la hora de la verdad.
A la noche estaba invitado a una recepción diplomática en Carrasco. Pensé si iría. Sí, debía concurrir; el aviso ya estaría saliendo y era una buena oportunidad para observar las reacciones. Alberto Volonté casi nunca faltaba a esos eventos, ¿cómo se lo tomaría?
Me vestí y decidí ir caminando, era a unas pocas cuadras de casa y la noche estaba muy linda. Cuando estaba a punto de cruzar Arocena, pasó por delante de mí un automóvil azul con adhesivos de los blancos, y un muchacho, a quien no conocía, sacó la cabeza por fuera de la ventanilla y me gritó: “Guntin… la puta que te parió…”
El auto se alejó, me sonreí; qué rápido que había hecho efecto la publicidad; ya empezaban las puteadas.
Pero cuando entré al salón, todo cambió. Todas eran sonrisas al saludarme, muchos recién habían visto el aviso de Tarzán y otros lo comentaban entre sí como algo jocoso.
El propio Volonté, en cuanto estuve a su lado, me dio un abrazo y me dijo: “Así que ahora soy Tarzán, el rey de la selva”, con el mejor humor. Le sonreí, le palmeé la espalda y seguí hacia otro grupo.
Era increíble, pero él se lo había tomado bien. No mostraba rencor alguno. Hasta parecía divertirlo el aviso.
El resto de la velada transcurrió apacible. Nadie me recriminó nada y me retiré del cóctel con sentimientos encontrados: por un lado el insulto que me habían lanzado en la calle, y por el otro, los abrazos y las felicitaciones de adentro.
Así de contrastante serían esos días que nos separaban del fin de noviembre. Las puteadas y los halagos se alternarían para mí.
A la mañana siguiente, antes de la hora en que habíamos quedado en encontrarnos para ver los otros dos spots de la campaña, me llamó Eduardo Fernández a decirme que aún no estaban prontos, que dejara para la mañana siguiente el ir a verlos. Que igual esto no cambiaba los planes, ya que la pieza de Tarzán estaba pensada para que siguiera por unos días, sola.
Le hablé de la reacción afectuosa que había tenido de parte de Volonté, y Eduardo se alegró y me dijo: “Yo te dije, esta publicidad te va a ayudar”.
Veinticuatro horas después, como no me había llamado nuevamente, me dirigí a ver los materiales filmados.
Estaban prontos y eran dos, los miré varias veces. Sin duda, éstos eran otra cosa; eran más incisivos, más irrespetuosos e iban directo contra el presidente Lacalle y su ministro de Economía. Se podía decir que sutilmente, con esas imágenes que se repetían varias veces en cámara rápida, se reían de ellos, se burlaban.
Había un informe del BID, que aparecía y desaparecía, que decía una cosa pero que significaba otra, que estaba y no estaba. Sembraba la duda, la desconfianza. Lacalle y De Posadas se movían para adelante y para atrás, como si fueran muñequitos animados. Quedaban graciosamente ridículos.
Con estos avisos al aire, estaba seguro de que otra sería la reacción de los protagonistas. No iba a haber abrazos y sonrisas.
Pero la campaña era así, irrespetuosa. Ahora se veía, con más claridad, por qué no la había querido firmar Sanguinetti. De haberlo hecho, hubieran llovido sobre él cantidad de reproches, principalmente desde el gobierno.
Este tipo de publicidad no era nada común en el Uruguay, entonces, pero no se podía dudar de su creatividad.
Tal vez era lo que se necesitaba para ganar una elección. Sanguinetti, no yo.
Así fue que les dije que los spots publicitarios me gustaban, que iban a ser muy polémicos, que subirían el tono de la campaña, que iban a irritar a varios, pero que estaba dispuesto a enfrentar eso. Y que fuera lo que fuera.
Eduardo me dijo que estos videos no se emitirían hasta tres días después, que hasta entonces quedaría sólo el de Tarzán, y que luego irían alternándose.
Asentí. Me despedí. Los dados estaban echados.
Todo transcurrió bastante tranquilamente en los días siguientes. Continuamos con nuestras tareas proselitistas: repartimos volantes, doblamos y ensobramos listas, y comenzamos a planear cómo podíamos cubrir las mesas de votación con delegados.
No teníamos, ni de cerca, suficientes militantes para llevar a cabo semejante tarea. Los que estaban dispuestos a trabajar ese día eran pocos. Por lo tanto, ¿cómo haríamos para que hubiera listas nuestras en todos los cuartos secretos? La Corte Electoral no iba a hacerlo, ya había avisado.
Entonces llamé a Hugo Fernández Faingold, quien era el coordinador general de campaña de la Lista 2000, la lista de Sanguinetti. Me recibió al día siguiente.
Le planteé mi problema a boca de jarro: no tenía suficientes delegados para repartir mis listas en todos los circuitos y como ellos, con su gente, iban a hacerlo, ¿no podrían también repartir las mías?
Me miró asombrado. “¿No tienen gente para repartir las listas?”, me preguntó canchero. Ellos tenían de sobra.
Le contesté que no, que no éramos un grupo que se destacara por tener muchos militantes, más bien muy pocos.
“Pero ahora van a tener mucha publicidad, les cayó del cielo. Así vas a llegar a ser diputado”, me dijo Fernández Faingold. Le contesté: “Eso nunca se sabe”.
Entonces se acordó de mi pedido, y lo más simpático, me comunicó que sí, que le llevara la cantidad suficiente de hojas de votación, que sus delegados las repartirían.
Así me saqué el problema de encima, pero siempre me quedó la duda de si estas listas efectivamente fueron repartidas.
Me parece que me confié en demasía, y en política esto es ingenuidad.
Los avisos comenzaron a salir todos y ya se notaba que los ánimos de algunos se iban caldeando. No de todos; a los simpatizantes del Partido Colorado y a los del Frente Amplio, en general, les caían bien las piezas publicitarias. A los blancos, no.
Era obvio, estaba en la tapa del libro. ¿Cómo les iban a gustar a los partidarios del Partido Nacional, si eran justamente contra ellos? Directos, punzantes. Y a los que menos les gustaban era, no lo dudaba, al presidente Lacalle y a su entorno, incluyendo a su ministro de Economía. Debían estar furiosos.
Por suerte, en esos días, no me encontré con ninguno de ellos. Los evitaba ex profeso.
Estoy seguro de que deben haber llamado a los directivos de los canales privados y manifestado su disgusto con esta campaña agresiva que estaba saliendo y que los ridiculizaba. No sé quién llamó primero, si el Presidente o su Ministro. Y tampoco sé qué les dijeron a los dueños de los canales.
¿Les dijeron que sabían que los cheques que recibían ellos, venían de Sanguinetti? Pienso que sí. Eran el presidente y su ministro de Economía quienes preguntaban. Tal vez no lo dijeron enseguida, pero sí una semana después, porque fue entonces que comunicaron a mi agencia (la de Eduardo Fernández) que a los dos avisos con imágenes de Lacalle y de De Posadas no los emitirían más.
La razón que adujeron los canales privados de televisión fue que habían recibido de estos dignatarios sendos documentos prohibiendo el uso de sus imágenes. Y que, por eso, no los sacarían más al aire.
Me lo dijo Eduardo Fernández por teléfono. No lo noté muy preocupado y yo sí lo estaba. Le expresé que teníamos que ir a los canales a protestar, que ellos no podían prohibir publicidad porque no les gustaba a sus destinatarios, por más poderosos que fuesen y que las imágenes que habíamos usado eran sacadas de los noticieros y, por lo tanto, de dominio público.
Coincidió conmigo y me manifestó que me acompañaría. Quedamos en encontrarnos, en media hora, en la puerta de Canal 12.
Fui lo más rápidamente que pude, y aunque debo haber demorado menos de treinta minutos, cuando llegué, Eduardo ya me estaba esperando en la puerta del canal.
Estaba solo, me llamó la atención. Nadie lo acompañaba, Ni Bluth, ni Julio Luis, ni Scaglia, ninguno de todos aquellos que habían participado de la reunión inicial en el Parque Hotel, quince días atrás. Se los había tragado la tierra.
Cuando íbamos subiendo las escaleras hacia el despacho del ingeniero Scheck, en un momento en que estábamos solos, lo detuve a Eduardo y le pregunté: “¿Y qué opina Julio?”
“Mirá, José Luis. Él piensa que vos tenés que quejarte. Esto es censura. Pero que no tenés que pasarte de la raya. Faltan sólo unos días para votar y que te prohíban la publicidad es bueno en este momento”. Esta fue su respuesta.
Todo quedaba claro. Yo tenía que protestar, pero no mucho. Decir que era injusto, antidemocrático y un ataque a la libertad de prensa y expresión, pero tragármelo después.
Así lo hice, con Scheck, con De Feo y con Hugo Romay, y continué mi actuación en la conferencia de prensa que convoqué, para esa noche, en la Casa del Partido Colorado.
Asistieron bastantes medios, aunque estábamos en la hora del in-formativo. También concurrieron el Dr. Tarigo, Fernández Faingold,
Washington Abdala y Aníbal Glodofsky.
A Aníbal hacía semanas, casi meses, que no lo veía, aunque era quien me seguía en el orden de la lista. Se había enojado por varias decisiones mías. Pero en esa oportunidad, me llevó a un costado, en una de las salas de la Casa del Partido, y me felicitó y me prometió lealtad futura. Nos abrazamos.
Después ingresamos al lugar donde estaban los periodistas. Relampaguearon los flashes, encendieron los grabadores. Me senté entre Tarigo y Hugo Fernández, y fui yo quien contó lo sucedido.
Las preguntas posteriores no fueron muchas. Insistí en que se trataba de una censura del gobierno, con la complicidad de los canales privados, y los periodistas hicieron rápido su trabajo y se fueron con su material para difundirlo. Era la noticia del día.
En la jornada siguiente, contratamos –no me acuerdo bien de quién fue la idea– un camión, que tenía una pantalla gigante, y que pasaba mis spots publicitarios. Esto no fue prohibido y con él recorrimos los puntos más concurridos de la ciudad. Los repetía, una y otra vez, y con el parlante agregábamos que éstas eran las piezas que el gobierno había censurado.
A una semana de la elección, me llamó nuevamente Eduardo Fernández con la idea de hacer un nuevo aviso que “redondeara la campaña”. Esa fue la expresión que usó y me dijo que la idea de Buscaglia era un testimonial mío en el que no atacara a nadie: simplemente saludara y suavizara todo.
Acepté, y lo hicimos en la misma productora de Esteban Schroeder, con una sola cámara y un texto que no decía mucho. El resultado, insustancial. No agregaba nada. Por suerte, a este spot lo pasaron pocas veces. No tuvo ni de cerca la frecuencia de sus predecesores y tampoco la repercusión.
Los últimos días de campaña, continuamos con esa pantalla con ruedas. Recuerdo que la llevamos al acto final de Sanguinetti. A la gente le encantaba rever los avisos prohibidos y los miraba varias veces.
En la caravana final de la 2000, nos dieron un lugar privilegiado, a su frente. Todos nos aplaudían y nos vitoreaban. Yo iba en la parte trasera de una camioneta abierta, rodeado de mis partidarios, todos con banderas de Los Liberales. No puedo olvidar a una señora rubia que gritó: “Vamos, arriba Los Liberales, ustedes nos dieron una fuerza, ahora vamos a ganar”.
En una arriesgada maniobra, cuando nos acercábamos al fin del recorrido, me ayudaron a pasar de una camioneta a otra y terminé en el vehículo principal, entre Sanguinetti y Hugo Batalla.
Me sentía el héroe. Por quince minutos era famoso.
En verdad, no duró más que un cuarto de hora. Después vino el sábado de abstinencia de publicidad política, y el domingo, la elección.
No me levanté temprano, aunque tenía muchas cosas para hacer: visitar circuitos, organizar delegados y votar. Decidí hacer esto primero, antes que nada. Fui donde me tocaba, una de las varias mesas de la Facultad de Arquitectura.
Al bajar del automóvil me cercioré de que tenía la credencial encima y pensé en las listas. ¿Habría de las mías en el cuarto secreto? Por las dudas, tomé un sobre, de los tantos que se encontraban en el asiento de atrás de mi vehículo.
Cuando entré en la Facultad, me fijé en cuál era mi circuito y me puse en la cola. No era muy larga y marchaba rápido, enseguida lo noté.
Mientras esperaba mi turno para votar, miré alrededor. Había muchos delegados, con distintivos de todos los partidos, pero no vi ninguno de Los Liberales. No me asombró. ¡Éramos tan pocos!
La mayor sorpresa me esperaba en el cuarto de votación. Encontré una cantidad de hojas de las diferentes listas sobre la mesa, pero las recorrí a todas y no estaban las mías. Volví a revisarlas y no hallé ninguna.
Pensé en salir fuera y reclamarlas; pero me dio vergüenza. Alguien me iba a reconocer y yo iba a quedar como un gil que no tenía ni su propia lista. Saqué de mi bolsillo las que había guardado allí y las puse dentro del sobre de votación.
No bien me retiré de la mesa, con mi voto ya dentro en la urna, me dirigí a una delegada con distintivos de la 2000 y le pregunté si a ella no le habían dado listas de la 1980, de Los Liberales. Me miró extrañada y me dijo que no.
Más adelante, le pregunté lo mismo a un muchacho con distintivo de delegado general de la 2000. Me contestó lo mismo. No había recibido hojas de votación de nuestro grupo.
Me retiré más decepcionado que preocupado. Había cometido un error garrafal y ya era tarde para solucionarlo.
Lo llamé a Fernández Faingold, quien me aseguró que mis listas habían sido repartidas. Le conté que en la Facultad de Arquitectura no estaban y que sus delegados no sabían de nada. Entonces un poco se enojó y me dijo que estaba muy ocupado. Los teléfonos sonaban a su alrededor. Me despedí y colgué. Ya era tarde para reproches.
El resto del día, hicimos lo que pudimos con nuestros escasos medios. Llevamos listas adonde llegamos, con los pocos vehículos que teníamos. Una gota en un océano.
Cuando cerraron los circuitos de votación, me fui a casa a esperar los resultados.
Tuve que aguardar bastante, fue una elección muy reñida. Pasaban las horas y nadie adelantaba un resultado: podía ganar cualquiera de los tres partidos. Hasta que, ya entrada la noche, el equipo que trabajaba para Canal 10, y que era de la Universidad de la República, lanzó un vaticinio: triunfaría el Frente Amplio y su candidato Tabaré Vázquez.
La noticia cayó como una bomba. Los frenteamplistas se pusieron a festejar. Pero a los pocos minutos, Canal 12 lo desmintió. Neber Araújo dijo que las proyecciones que ellos tenían no mostraban eso, y que, en unos minutos, Luis Eduardo González estaría dando su pronóstico.
Así fue. No pasó mucho tiempo antes de que en la pantalla de Teledoce apareciera el “sordo” González y, con esa manera particular que tiene para hablar, lenta, trabada, pero concluyente, afirmara contundentemente que el ganador de estas elecciones era Julio María Sanguinetti.
Me dio una gran alegría. Había que festejar. Tomé mi automóvil y me dirigí primero a la sede de mi movimiento, donde nos juntamos los presentes y fuimos a la Casa del Partido Colorado.
Allí había una multitud, pero totalmente desorganizada. Nos contaron que, unos minutos atrás, partidarios del Frente Amplio habían hecho disparos contra el edificio. No había heridos, pero sí muchos policías. Todo era un caos. Se festejaba el triunfo, aunque no se podía decir que hubiera alegría.
Con mucho esfuerzo y a los empujones, me fui abriendo camino hacia la parte delantera, donde estaban los dirigentes. Me abracé con varios. En un momento vi a Hugo Fernández y continué empujando para llegar a hablar con él. Lo logré y le pregunté si sabía los resultados de las listas en Montevideo. Me respondió: “Votaste mal, pero no te preocupes. Ganamos”.
¡Cómo no me iba a preocupar! ¿Qué quería decir “votaste mal”? El alma se me vino a los pies. Ya no tenía más ganas de festejar nada. Nuevamente a los empujones, salí de allí, fui al auto y me dirigí solo a casa. Toda la alegría se me había esfumado, estaba triste.
A la mañana siguiente, abrí el diario El País y busqué los resultados por listas. Figuraba con poco más de mil votos. Un desastre.
¿Cómo podía haber votado tan mal? Pensé que mis listas no habían sido repartidas o que habían sido muy mal repartidas. Pero ésta no podía ser la razón principal. Quien quiere votar a alguien y no encuentra sus listas, no se resigna a sufragar por otro; lo lógico es que demande las hojas de votación hasta que aparezcan.
Las razones debían ser más profundas. Pasé días, casi toda la semana siguiente, recluido en casa, cavilando sobre lo que había pasado. Encontré varias razones.
La base de la mala votación estaba en mis defectos, que los heredó todos el movimiento político que creé. A mí nunca me había gustado mucho la actividad proselitista: esa que es cara a cara, con la gente, juntando votos uno a uno, recorriendo clubes, hablando en actos de veinte asistentes y negociando con dirigentes barriales.
Esa actividad no la sentía, no me motivaba. Pensaba que otros la iban a hacer por mí; me equivoqué. Uno tiene que estar encima de las cosas si quiere que se hagan.
En estos días me di cuenta de que no estaba hecho para la actividad política, aquélla en que uno es candidato y se sacrifica por entero a esta causa. Sin parar, convencido y dedicado plenamente a ello.
Eso es lo que se llama un animal político. Yo no lo era.
Me interesaban mucho los aspectos teóricos y poco los prácticos. Mucho más escribir que actuar. Mucho más idear una campaña publicitaria que ser su protagonista.
No era para ese oficio, me di cuenta. Pero no estaba todo perdido para mí. Sanguinetti había ganado, iba a ser presidente por segunda vez. Y yo lo había ayudado. Eso no se podía dudar. Él me había pedido algo, yo le dije que sí y había cumplido con mi tarea.
Muchas veces me pregunté si aquella campaña que acabo de referir fue decisiva o no para el triunfo de Sanguinetti. No lo sé y tampoco sé si alguien lo sabe. Pero hay una pregunta que tampoco me abandona: entonces, ¿para qué la hicieron?
A nadie le sobra la plata. Tuvieron que pagarla y no fue poco. Nadie hace una campaña porque sí, por las dudas. Si se la hace, es con el ánimo de influir. Y esa campaña fue pensada y realizada para influir en la elección.
¿Logró torcer la tendencia, frenar aquella arremetida de los blancos y principalmente de Alberto Volonté, que había prendido una luz roja de alerta en la cúpula sanguinetista? Allí había nacido esta extraña campaña. Corta, no había durado más de quince días, y diferente. Tan diferente que a mí me había dado sólo mil y pocos votos.
Seguía sin entenderlo. ¿Cómo es que una serie de avisos publicitarios puede influir decisivamente en el resultado de una elección y no acarrearle, a quien la firmó, más que unos pocos sufragios? Muy fácil: la campaña estaba hecha para eso, con ese propósito, para que ganara Sanguinetti la puja final, no para que yo votara mejor.
Y si era así, vaya favor que yo había hecho. Merecía una recompensa acorde. ¿Pero me la darían? Había sido más que ingenuo en no hablarlo antes. ¿Cuándo? Antes de aceptar la campaña.
Me confié en que, con ella, saldría diputado y no negocié algo concreto cuando tenía algo para negociar.
Pensé que Julio me había convencido con vagas promesas, pero ahora no tenía ni esas vagas promesas para ilusionarme.
Lo llamé un par de semanas después a las oficinas del hotel Victoria Plaza, donde estaba instalado el gobierno electo. Me identifiqué ante una de las secretarias que llevaban su agenda, a quien ya conocía de la actividad política. Me dijo que “el presidente Sanguinetti estaba ocupado con audiencias”, que le dejara mis teléfonos y me llamaría.
Pasaron los días y no me llamó ni ella ni nadie, de ese grupo selecto que se reunía en el hotel de la Plaza Independencia.
¡Qué horrible tener que insistir, cuando uno sabe que, de momento, no lo quieren atender!
Llamé una vez más, cerca de Navidad. Me atendió la misma secretaria; muy amablemente me dijo que “el Presidente estaba con muchos compromisos”, pero que ella me llamaría; que “lo tenía presente”.
Me despedí de ella y de ver a Sanguinetti por un tiempo.
Recién a fines de febrero, cuando faltaban pocos días para que asumiera, me llamaron. “El Presidente te espera mañana a las diez y media”, me dijo la misma secretaria.
El Victoria Plaza tiene alfombras mullidas; las atravesé y desemboqué en un despacho que parecía la antesala de una suite. No tuve que esperar mucho, sin dudas la puntualidad es una de las virtudes de Sanguinetti.
Camino a su despacho, me crucé con el embajador Mario Fernández, el padre de mi amigo Javier, quien me levantó el pulgar.
Julio me esperaba delante del umbral de la puerta. Sonriente, con una sonrisa un poco burlona. Lo primero que me dijo, después de saludarnos y mientras nos sentábamos, fue: “Al final, aquella campaña no te dio los votos que esperábamos”.
“Viste qué cosa más rara. A mí no me sirvió para nada”, le agregué casi con rima. Pero Sanguinetti hizo un gesto, con su brazo, de mejor pasar a otros temas.
Y pasamos a otro tema. Empezó por los muchachos de PSB –Petit, Sanguinetti (h), Bluth (h)– que parece se lo sugirieron; pasó rápidamente por la importancia de la televisión y terminó ofreciéndome la dirección de Canal 5.
Me lo esperaba. No fue ninguna sorpresa para mí. Nadie me lo había dicho con precisión, pero lo sabía, por descarte. Ya había hecho sus designaciones más importantes: los ministros, los subsecretarios, los directores de los Entes, quedaba poca cosa.
Canal 5, el canal del Estado, estaba primero entre las posibilidades.
Me había propuesto reaccionar críticamente y lo cumplí. Le dije algo así: “Pará Julio con Canal 5. Mirá a Maggi, la otra vez, contigo, intentó hacer algo y los de los canales privados lo sacaron del forro para afuera”.
Me miró serio, hizo un gesto para que parara de hablar y dijo: “los tres grandes del buen humor”, y ahí se rió de su ocurrencia. De ese modo jocoso, se había referido a los tres dueños de las televisoras privadas de la capital, los grandes mandamases del Uruguay. Un oligopolio familiar en el que eran tres pero, como la Santísima Trinidad, actuaban como si fuese uno, al unísono.
“Ellos (‘los tres grandes del buen humor’) no van a seguir haciendo lo que quieran”, le oí proclamar en voz baja, como si lo dijera para sí.
“Yo te voy a apoyar. Ya hablé con Reta, va de presidente del Sodre y ya le dije que ella se ocupaba del Sodre, que bastante tiene para hacer ahí, y vos te ocupás del Canal”.
“Así de sencillo, no me lo creo. Demasiado bueno para ser verdad”, le comenté un poco desanimado.
Julio María Sanguinetti se levantó con una sonrisa. Le sobraba cancha y vio que ya había logrado el objetivo; sin decirlo, yo había aceptado el cargo.
“Después hablamos y arreglamos las cosas. Las autoridades del Sodre asumen más adelante…”, manifestó.
Ya me estaba despidiendo, sonaba un teléfono insistentemente.
Volví por las alfombres mullidas hasta el ascensor y ellas continuaron hasta la salida. Afuera, un día soleado de finales de verano, me esperaba.
¿Cómo sería Canal 5?
Primero iba a almorzar a un bar de la calle Sarandí y después cavilaría al respecto.