viernes, 23 de julio de 2010

Mujeres de dos mundos (Ignacio Martínez)



Sueños del nuevo mundo


«Cuando la vida termina
puede comenzar la gloria
que os colocará en la historia
de la hazaña que ilumina...»


... cantó el juglar por las calles de piedra y entre las fuentes sin agua de las ciudades del reino; y así siguió cantando, día tras día, para todo aquel que lo quisiera escuchar, armando rueda a su derredor. Un caballero montado en elegante corcel lo sigue lo suficientemente cerca como para oírlo y a prudente distancia como para no interrumpirlo.
Del otro lado del océano, sentada sobre una piedra, rodeada de muchachos y muchachas bajo las hojas gigantes de una planta que los protege de la lluvia mansa, la mujer más anciana del pueblo narra, a su manera, la misma historia. Un hombre que tira de una llama se acerca al grupo para saber...
*****

Un hombre yace caído sobre la tierra húmeda. Lleva por vestido un pantalón raído, atado a la cintura con una cuerda fina, que lo cubre hasta por debajo de las rodillas, por donde asoman sus piernas flacas, amarillas, y sus pies descalzos, ampollados y cubiertos de una costra de barro seco.
El calor sofocante está en el aire espeso que el hombre no consigue aliviar, aun echado entre las tupidas sombras de los árboles gigantes, rodeados de mil enredaderas que hacen las veces de techo verde oscuro para dejar entrar apenas los rayos del sol del mediodía. Su torso desnudo también es de una palidez transparente, y cada bocanada de aire que inhala marca perfectamente todas sus costillas bajo la piel amarilla, como arenas del desierto donde el viento se ha encargado de formar pequeñas olas secas.
Los pájaros se han alborotado, pero no se mueve ni una hoja. Sólo la llegada del agua hasta el borde de la playa acompaña el canto de las aves con pequeños golpecitos chapuceros sobre el lodo de la costa. Lo demás es el murmullo eterno del gigante que corre. Hoy se encuentra más marrón que nunca. El sol lo llena de destellos entre las pequeñas olas, dándole los tonos brillantes a su cuerpo de agua y tierra que sigue su curso desde siempre, ronroneando unas veces, rugiendo como jaguar enfurecido otras.
El individuo caído levanta apenas su cabeza, pero no alcanza a ver el otro lado del río y se derrumba sobre el pasto tierno que hace las veces de almohada. No siente nada, y tampoco le importa saber que puede haber cientos de mosquitos gigantes zumbándole en las orejas y buscando dónde picar. Las tarántulas de patas peludas, más grandes que una mano grande, también deben estar asomándose entre la hojarasca, pero tampoco le importan. Ni siquiera lo inquieta la serpiente tan venenosa que anda cerca. Más bien se sentiría agradecido si esa serpiente Mapanare lo mordiera en los dedos de los pies y pusiera fin a la agonía que, contra todo pronóstico, sin embargo, no es un calvario sino un lapso de paz en medio de la sombra caliente y esos ruidos que sus oídos conocen muy bien y le resultan amigables, porque con ellos ha convivido gran parte de los últimos dieciocho o diecinueve años.
En su mente se borran los días, las semanas y los meses. El tiempo se ha detenido en alguna parte para que el hombre viva esos últimos instantes suspendido en un letargo que, de continuar, desembocará inevitablemente en la muerte.
Rostros conocidos lo invaden y habitan. Sus compañeros de armas, Antonio Carranza y García de Soria, que murieron, como tantos, envenenados por flechas amazónicas, parecen decirle que resista. Sus rostros no son de dolor, sino máscaras endurecidas por un veneno que los fue paralizando completamente, dejando sus ojos fijos, sin lágrimas ni brillo, sin permitirles parpadear, matándolos de a poco.
Ana, su esposa, la amazona blanca, la niña hecha mujer, de temple de hierro y ternura de algodón, también aparece ante él para decirle que la espere, que le indique dónde se halla para venir a buscarlo, pero el hombre no puede, su boca no dice palabra alguna y su único ojo mira fijo hacia el cielo, donde se mueven las nubes y los pájaros, dando cuenta del paso inexorable del tiempo y, por lo tanto, del viaje inevitable hacia el final, su final, en medio de su soledad poblada de infinitas variedades de aves y de plantas como en ninguna otra parte del mundo, pero soledad al fin, única manera que los seres humanos conocen para enfrentarse a la muerte.
Para el moribundo, la selva de voluptuosidad casi obscena, de multitudes incontables que observan, no impide la sensación, que lo invade ahora, de yacer en medio de la sencillez de una habitación sin muebles, oscura, con un mísero ataúd en su centro que lo contiene para dar el último paso.
El hombre piensa que el lugar es perfecto y que dios no ha podido elegir sitio mejor, para él, que ese codo del río gigante donde de un momento a otro se presentará la Iara. Aguarda. De a ratos siente voces y ve otras figuras que aparecen por entre las nubes que cruzan el cielo. A veces son arcángeles que descienden para llevarlo al reino celestial, pero pelean entre ellos porque algunos dicen que el Edén es allí, donde él está, y que ése es el lugar donde deberán desaparecer sus huesos y donde su alma del hombre descansará eternamente, porque allí está el Señor. Otros sólo quieren sacarlo de la selva y elevarlo al Paraíso, pero el hombre moribundo presiente que ya está en el sitio divino que dios le eligió como destino, y cierra los ojos y murmura alguna oración de ruego para que esos seres con alas y armaduras lo dejen allí; él mueve apenas sus labios resecos, quebrados, entre blancuzcos y morados, que no emiten palabra alguna. Trata de oír, pero no puede, lo lastiman las voces ahogadas de sus hombres, heridos de muerte con flechas untadas con curare que los va paralizando poco a poco, matando una a una cada función de sus órganos vitales y de sus músculos decrépitos hasta acabar con los intestinos, el estómago, los riñones y, finalmente, los pulmones y el corazón, que emitirá un último suspiro ronco pero estentóreo, digno de la muerte de hombres aguerridos, valientes, capaces de cruzar los Andes caminando y de sucumbir en medio de la selva caliente, insoportablemente húmeda, atravesados por los dardos y las flechas lanzadas a veces por varones invisibles, a veces por mujeres de un solo seno.

martes, 20 de julio de 2010

ESTALLIDO CELESTE



Los autores de este libro, que fueron elegidos entre escritores, periodistas, comunicadores de fuerte arraigo y acostumbrados a dar y formar opinión, respondieron a la misma pregunta: ¿Cómo vieron y qué dejó la selección uruguaya que jugó el Mundial de Sudáfrica?
Queríamos tener una muestra representativa de la inteligencia uruguaya y creemos que la obtuvimos. Naturalmente se podrían armar otras muestras posibles y quizá se lograra el mismo positivo resultado: diversidad, fineza, sensibilidad, buena pluma, perspicacia, agudeza y hasta humor.
La editorial eligió bien y ellos aceptaron el reto enjundiosamente.
¿Qué dicen?
He aquí la primera impresión que me provocó la lectura de estas crónicas y, en algunos casos, pequeños ensayos (que aparecen ordenados alfabéticamente por autor salvo una excepción que explico después).

Luciano Álvarez no resisitió su impulso futbolero: eligió los tapones, se calzó, se puso la celeste sobre la camiseta rayada y salió a gambetear los mojones de la historia de Tabárez con entusiasmo y aplicación. No se detiene en el arte, se encandila con el drama de los momentos decisivos en que la vida de una persona cambia radicalmente, en este caso, un gol de último momento, una mano — ¿de Dios o del Diablo?— que salva un partido en el pitazo final.

Daniel Baldi, coetáneo de algunos de los seleccionados, futbolista y escritor dice haber llorado por primera vez frente a un televisor. Profesional experiente y conocedor del mundo oscuro que a veces rodea al fútbol, vivió en forma desdoblada el mundial de la celeste: una parte –la del sentido común—le decía que no se ilusionara, que alcanzaba con haber llegado; la otra —el Baldi entusiasta que jugando en Cerro o en Bella Vista puede arremeter en las concentraciones con libros bajo el brazo, lápiz y papel para escribir en los tiempos libres— le alentaba la esperanza finalmente concretada.

Mario Bardanca, el único periodista deportivo convocado a este emprendimiento, celebra encendidamente el buen éxito de un modelo de actuación y lo analiza con especial cuidado. Ve su profecía cumplida. Acérrimo enemigo del caos en la AUF, de la privatización de la celeste, de la falta de planificación, creyó y defendió en todo momento la concepción de trabajo de Tabárez, señalándolo como el único camino serio para reencontrase con buenos resultados en la cancha.

Jaime Clara hurga en las claves del misterioso fervor que se respiró en esos días, el firme y creciente copamiento del espacio público por la gente embanderada, el estallido celeste. “No solo por la pinta sedujo la Selección —dice—. Tampoco por un juego exquisito ni por su condición física”. Hubo algo más que la gente descubrió.

César di Candia se ocupa de demostrar que este equipo realizó el más laborioso esfuerzo en la historia de las grandes conquistas del fútbol uruguayo, aumentando así el mérito de Tabárez y su grupo. Y no se priva de comparar los valores que trasuntaron estos muchachos con los desaciertos o, directamente, las insolencias en el comportamiento de laureados —o fracasados—planteles de la historia de nuestro fútbol.

Adolfo Garcé, el optimista, nos quiere convencer de que la celebración —el jabulani criollo— está en perfecta sintonía con lo que sucede en el país. Él nos ve como una nación que ha aprendido de sus errores y que, en casi todos los ámbitos, se va superando. Correlaciona directamente la percepción sobre el país y su futuro —medida por encuestas— y las ganas de festejar y le extiende el certificado de defunción al país del bajón.

Macunaíma es poeta, no hay vuelta. Exitoso emprendedor publicitario, todo lo ve arropado en literatura y música. Entrañables recuerdos de antecesores humildes llegados de Brasil, Maracaná y la gesta actual se amalgaman con una onírica invitación a Darnauchans a presenciar el partido con Corea del Sur.

Cristina Morán, en su espléndida madurez, no puede menos que comparar lo vivido en 1950 y lo de ahora. Certifica que el entusiasmo, la pasión no se esfuma con el tiempo. Le tocó vivir este Mundial en plena filmación de una comedia televisiva y compartió con el equipo binacional (argentinos y uruguayos) las alegrías y las ansiedades.

José Rilla atrapa e inquieta. ¿Es posible que tenga ojos de abeja —con sus miles de lentes y especial sensibilidad para detectar movimiento— para observar éste y otros acontecimientos en su complejidad y dinámica? El placer futbolístico, la fiesta vivida no obnubilan su perspicacia, más bien lo motivan a escarbar en el fútbol mismo, en los cambios culturales del país, en los motivos del festejos…y en las cuentas pendientes que tenemos.

Blanca Rodríguez, recordando a aedas y trovadores, nos habla de los héroes antiguos y sus sucedáneos actuales y, con absoluta precisión, devela la razón de la alegría y el orgullo colectivo: un comportamiento digno, más allá del despliegue futbolístico, y, sobre todo, sin soberbia. Esa conducta es la que nos permite sentirnos bien representados. Blanca dice sentirse bien. Casi todos nos sentimos bien.

Cuque Sclavo se encarga de celebrar la insolencia de estos muchachos, protagonistas de una fiesta a la cual no fueron invitados, vengándose, con humor, de Jules Rimet y su fenomenal desconcierto con el triunfo uruguayo en Maracaná.

Dejé por último a Leonardo Haberkorn, el agudo y escéptico periodista. En medio del mundial fue quien me propuso esta idea de conjuntar distintas vivencias y reflexiones sobre el evento, que dio origen a este libro. La estupenda iniciativa estaba fogoneada por su peripecia en esos días. Haberkorn nos habla —en su artículo— de su antiguo enamoramiento de la celeste, limado por una larga decepción que terminó en total indiferencia hacia ella, y de cómo esta Selección fue resucitando, en él, al hincha muerto con renovada capacidad de deslumbrase.

Gracias a todos los que escribieron, gracias por lanzar al ruedo su espíritu vital como lo hizo tanta gente de otra manera, en la calle.
EC

lunes, 19 de julio de 2010

Tropezones y porrazos. (César di Candia)

Tropezones y porrazos, de acuerdo al propio autor, “continúa la tónica mostrada por su predecesor y hermano de leche Resbalones y caídas .... [y] persigue el mismo fin”. Por lo tanto, aparecen acá más de 200 episodios extraños, cómicos, dramáticos... protagonizados por personas más o menos conocidas que confirman o contradicen o complementan las imágenes que de ellas tenemos, ofreciendo al mismo tiempo una idea del país de ese momento. Las características de los sucesos seleccionados, su variedad, y la forma inesperada con que se imponen al lector brindan al libro un atractivo que incluye solaz, diversión, asombro, admiración, rechazo, desprecio.

Tropezones y porrazos. (César di Candia)


Prólogo


Los preámbulos que suelen escribirse para los libros andan siempre de cabeza gacha, a causa de la vergüenza que les provoca no ser leídos por casi nadie. Algunas veces, se originan en el compromiso de un amigo del autor, otras, en la urgencia de este mismo por golpearse el pecho y exponer sus propios merecimientos, y las más, en la necesidad de justificar entre los lectores el contenido de un libro que ellos generalmente ya conocen. Descartados por su falta de decencia los dos primeros motivos, queda indemne el último, que siempre está herido de muerte por su propia inutilidad. Inmersos en ese trance, habría que decir entonces que Tropezones y porrazos continúa la tónica mostrada por su predecesor y hermano de leche (a veces de mala leche) Resbalones y caídas, que su título no es más que una repetición sinonímica del anterior, que como éste persigue el mismo fin, y que su esencia es tan parecida que bien pudo haber sido parte del libro anterior y no lo fue por razones de tamaño. Otras explicaciones huelgan: se trata de un trabajo estrictamente periodístico para el cual los archivos, la memoria y la paciencia han colaborado activamente aportando datos curiosos, extraños, cómicos, extravagantes e incluso patéticos acaecidos en la política nacional durante los últimos cien años. No ha habido malas ni buenas intenciones. Solamente rigurosidad.


Himno Nacional: ¿ópera o murga?

La ejecución del Himno Nacional en ritmo de murga, que asombró a la gente el último día que jugó Uruguay por las eliminatorias para el Mundial de Fútbol, trae al presente otros avatares de la más representativa música nacional, vividos a través de los años. De acuerdo a una prestigiosa revista que salía al comienzo del siglo pasado (*), nuestro himno no tuvo un parto fácil. Ocho años después de la declaratoria de la independencia, el país seguía sin tener una música que lo identificara. Según Isidoro de María (**) hubo una primera, compuesta por un señor Barros y ejecutada con gran pompa en 1833 en el teatro San Felipe, que no le gustó a nadie. Luego se probaron tres partituras más de los profesores Smolzi, Sáenz y Casalli, con igual efecto negativo. En 1845 se organizó un gran certamen musical, y tres años después, con las firmas de Joaquín Suárez y Manuel Herrera y Obes, se declaró oficial la música compuesta por Fernando Quijano, un guitarrista aficionado, que fue orquestada por Debali. En 1900, la revista de referencia denunció que «toda la introducción» (no el resto) había sido plagiada de una ópera poco conocida del compositor Gaetano Donizetti llamada Lucrecia Borgia, más específicamente de una parte a la que el maestro italiano denominó «Coro de Gondoleros». Quien escribe estas notas escuchó la obra una sola vez en el SODRE y da fe de que es idéntica. No hay datos de que la radio oficial la haya vuelto a pasar, ni siquiera de que conserve la grabación, pero no ha de ser tan difícil conseguirla y comprobar.

(*) Rojo y Blanco, número 7,
Ed. Dornaleche y Reyes, 29 de julio de 1900.
(**) Isidoro de María, Montevideo antiguo,
Ed. Biblioteca Artigas, 29 de junio de 1957.

Disidencias

Las relaciones que mantuvieron entre sí algunos rehenes tupamaros encarcelados por la dictadura en las peores condiciones imaginables no fueron tan buenas como cuenta la leyenda. Jorge Zabalza le contó a un colega del movimiento (*): «En 1978 estábamos totalmente neuróticos. Estábamos los tres peleados. (Se refiere a él, Marenales y Sendic.) Las mismas reacciones que teníamos con los milicos las teníamos entre nosotros. (...) El Bebe nos colgó el tubo (no nos habló) durante un año». Julio Marenales fue más explícito en sus declaraciones. «Tenía reacciones irracionales. Habíamos reclutado en Paso de los Toros a un soldado que incluso le llevó mensajes a Tabaré Rivero en Libertad. El Bebe le pidió ácido para romper la pared. Le dije que no existía ácido, que disolviera el ladrillo y el Bebe se enojó con nosotros acusándonos de haberle dicho al soldado que no trajera ácido».

(*) Samuel Blixen, Sendic, Ed. Trilce, 2000.


Lacalle, según Larrañaga

Entrevistado por un semanario el senador Jorge Larrañaga, autodefinido en la nota como «difícil de arrear», juzgó de esta manera el gobierno de su correligionario Luis Alberto Lacalle: «Fue un gobierno que tuvo muchos aspectos positivos pero se perdió la oportunidad de haber sido un gobierno excelente por un defecto que a mi juicio tuvo, que es la excesiva vanidad en algunos de sus integrantes. (...) Creo que muchos aspectos positivos de su gestión fueron opacados por directa responsabilidad de algunos de los integrantes de su gobierno, que no desplegaron su acción con la humildad que el ejercicio del gobierno supone. Y encima de ello ciertos aspectos de corrupción que lo terminaron opacando»(*).

(*) Crónicas Económicas, 13 de junio de 2003.

Preocupación

El mismo día del golpe de Estado de 1973, el presidente Bordaberry (ya convertido en dictador) pronunció un discurso transmitido en cadena en el cual expresó: «Este paso que hemos tenido que dar no conduce y no va a limitar las libertades ni los derechos de la persona humana» (textual, subrayado del autor).


Los tupamaros jamás ganarán

De acuerdo a una opinión del ex presidente de la República doctor Julio María Sanguinetti, el Movimiento de Liberación Nacional no tenía la menor posibilidad de acceder al poder. En una entrevista que le realizara en 1986 el periódico Argentina News, editado en inglés en Buenos Aires, y recogido el 10 de marzo del mismo año por el diario Clarín, Sanguinetti declaró: «El movimiento tupamaro no tiene posibilidades electorales en Uruguay, ya que nunca tuvo una implantación popular importante. Los tupamaros fueron un movimiento de élite que no alcanzaron nunca simpatía ni penetración en los sectores populares del país. (...) Personalmente, creo que ni sus propuestas ni su pasado permiten pensar que puedan alcanzar un nivel de aceptación ni siquiera mínima en el país”.