jueves, 11 de marzo de 2010

Parte del primer capítulo de "La derrota"



Había dejado de llover en la ciudad de Montevideo. Cientos de militantes frenteamplistas enrollaban sus banderas tricolores y caminaban de regreso a sus hogares, cabizbajos. Las lágrimas contenidas en muchos y la rabia expresada en otros eran difíciles de concebir, de acuerdo al resultado que los principales referentes de las empresas de opinión pública difundían la noche del 25 de octubre de 2009.
Costaba comprender los festejos de militantes blancos y colorados. Se había anunciado que el Frente Amplio rondaba el 47% de los votos, el Partido Nacional el 30%, el Partido Colorado había mostrado una excelente recuperación obteniendo un 18%, y el Partido Independiente un 2,5%, según los primeros sondeos a boca de urna.
El Frente Amplio no había ganado en primera vuelta, ni obtenido la mayoría parlamentaria. Tampoco habían prosperado los dos plebiscitos que apoyó, el referido a la ley de caducidad y el del voto de los uruguayos en el exterior. Eso disparó la tristeza frenteamplista y la alegría de la militancia blanca y colorada, que se volcó a festejar en la rambla en una explosión de gritos y aplausos. Sin embargo, los resultados empezaron a cambiar a medida que los votos se contaban en forma oficial.
María Elena Walsh cantaba “el reino del revés” y Uruguay se acercó mucho a ese concepto esa noche.
El partido que había quedado en las puertas de ganar en primera vuelta y era favorito para la segunda estaba apagado. Los nacionalistas, que habían sacado cinco puntos menos que en las anteriores elecciones, festejaban, y los colorados, que seguían terceros, estaban eufóricos.
Cuando la noche avanzó, Luis Alberto Lacalle aplicó todo su olfato político y pronunció un comentario ante sus colaboradores más cercanos que corrió como un escalofrío para muchos que se habían entusiasmado con un mejor resultado en el balotaje que tenían por delante y disputarían en 30 días: “Esto ya está. Yo ya perdí. Pasemos esta etapa lo mejor posible”. El ex presidente supo esa noche que era imposible ganarle al Frente Amplio.
Los números habían cambiado y mostraban a la izquierda con más del 48% y una casi segura mayoría parlamentaria que se confirmó al día siguiente; los nacionalistas habían bajado al 29% y los colorados al 16%. Esta vez, juntos no llegaban. Diez años atrás, cuando ganó Jorge Batlle, la historia era otra.
Con la voz entrecortada, Lacalle buscó no defraudar a sus militantes, que tantas y tantas esperanzas habían depositado en él. Muchos bailaban en la puerta del Directorio nacionalista al son de la canción de Alejandro Lerner “Cuenta conmigo”.
Daría la batalla con altura, fiel a su estilo pero conociendo el de-senlace final. Por eso, esa noche, ante cientos de militantes su rostro dejó correr las lágrimas que el mundo entero constató.
Los que lo conocen bien afirmaron al autor que el llanto del ex presidente fue una despedida pública de la lucha electoral, mas no de su participación activa en la vida política del Uruguay.
Mientras hablaba, su mente se inundó de recuerdos. De los buenos y de los otros. Su presidencia, sus seres queridos, su recientemente fallecida madre, su constante lucha por levantarse luego de los hechos de corrupción que cargó y carga como una cruz. Pero también expresaban un sentimiento de resignación y de solicitud de perdón a aquellos que, como dijo en varias oportunidades, defraudó por no llegar. Las lágrimas evidenciaban una nueva derrota, que se confirmó un mes más tarde.
La atmósfera era densa la noche del 29 de noviembre. Las bocinas y banderas del Frente Amplio se agitaban en automóviles que aún circulaban por 18 de Julio, antes de que la Policía pusiera el vallado para delimitar la zona de festejos. Decenas de militantes nacionalistas esperaban en la vereda de su sede partidaria los inminentes resultados. En algunos casos con resignación, en otros con tristeza, desconcierto o amargura; solo los jóvenes mantuvieron la esperanza intacta hasta el final.
Una encuesta difundida por correo electrónico a través de una newsletter del comando de Lacalle, en plena veda electoral, había calado hondo en la militancia más joven. Cuando todas las empresas habían cerrado el jueves 26 de noviembre de 2009 con diferencias entre 6 y 7 puntos a favor de la fórmula del Frente Amplio y los politólogos ya habían dado por definida la elección, la encuesta difundida y atribuida a Equipos Mori –empresa que luego se encargó de desmentirlo– otorgaba una diferencia de solamente tres puntos, con una masa de indecisos que podía “hacer cambiar la elección”.
El correo decía textualmente:
“Equipos Mori: Mujica baja al 47%, Lacalle sube al 44%. Sólo 3 puntos de diferencia y todavía un 8% no se define entre las dos opciones. Esto significa un cambio significativo de tendencia hacia el balotaje del domingo. De continuar, el punto de encuentro es de apenas 1,5%. El resultado es incierto”.
La comunicación del comando Lacalle también fue difundida con alegría por el Partido Colorado que, por medio de su secretaría, informó la “buena noticia” a través de un correo electrónico.
El desmentido de Equipos Mori no se hizo esperar:
“En las últimas horas ha circulado un mail señalando que Equipos Mori ha registrado cambios significativos en la tendencia de intención de voto para la elección del domingo. Equipos no confirma en absoluto la información, y reitera que la estimación de la empresa para el domingo es la publicada en Subrayado [informativo de Canal 10] el día miércoles 25”. Es decir, 50,9% para José Mujica, 43,7% para Luis A. Lacalle.
Minutos más tarde, otro comunicado del Partido Colorado también pedía disculpas.
“Disculpas, se ve que es euforia de los blancos”, señalaba el nuevo comunicado y agregaba el desmentido de Equipos Mori.
Quien lo hizo (a eso se hará referencia más adelante) no midió las consecuencias de sus actos. Transformó una derrota asumida en esperanza: el cóctel fue letal. Las lágrimas hablaban esa noche y la decepción fue mucho mayor.
Jorge Larrañaga, con un gesto que lo decía todo, llegó esa tarde del 29 de noviembre de 2009 a la sede de la fórmula en 18 de Julio y Martín C. Martínez. Esquina cruzada estaba su propia sede, la de Alianza Nacional, local que había albergado a Luis Alberto Lacalle la noche de noviembre de 1989 en que fue electo presidente.
Larrañaga se había estado “mensajeando” vía SMS con dirigentes de su sector, Alianza Nacional, durante toda la tarde. Pedía “no cobrar cuentas” y anunciaba que “empezaba a volver”.
Las urnas aún estaban abiertas y la gente votando, pero la contundencia de las primeras proyecciones, que off the record tenía el comando nacionalista, lo decía todo. Luis Alberto Lacalle estaba perdiendo por 10 puntos, en el mejor escenario, frente a José Mujica. Una película que la militancia nacionalista nunca imaginó ver.
Era el tercer intento de Lacalle por llegar a la presidencia y nuevamente lo dejaba junto a su amiga y compañera fiel de los últimos años, la derrota.
Minutos más tarde llegó a la sede en la camioneta Hyundai junto a su chofer, custodia y compañero de ruta de tantos años, Freddy Kuster. Fue ovacionado por unos pocos militantes, notoriamente muchos menos que el 25 de octubre, cuando pasó a la segunda vuelta. Se encerró con su comando a escuchar la sentencia del soberano.
Su última actividad política había sido una ofrenda floral al pie del monumento a José Gervasio Artigas, algo que ya había realizado días antes de las elecciones internas que supo ganar el 28 de junio de ese año. El escenario era distinto aquella tarde, cuando ya olfateaba la victoria frente a Jorge Larrañaga. Un resultado impensable no solo para Alianza Nacional sino para el propio herrerismo, que no creía en las posibilidades electorales de Lacalle, un error que hoy reconocen.
Acompañado por Jorge Larrañaga y por la ex fórmula colorada que había enfrentado el 25 de octubre de 2009 (Pedro Bordaberry y Hugo de León), el ex presidente eligió un mensaje conciliador, consciente de que la derrota estaba cerca: “Aquí nadie está contra nadie, estamos por una opción que queremos defender. Todos iguales ante la urna. Serán las nuestras, palabras de fraternidad para quienes voten de manera distinta. Van a ejercer un derecho por el que hubo que luchar mucho y que tenemos que respetar y comprender”.
Las horas siguientes las pasó en su estancia de Cerro Colorado, refugio obligado de la familia Lacalle para tiempos de meditación y balance.
El sábado 28 de noviembre volvió a la capital para atender a los medios internacionales y reunirse con veedores. Por la noche su secretario privado, Nicolás Martínez, y su jefa de prensa, Noelia Franco, lo dejaron a pocas cuadras de la casa en una capilla cercana. Allí decenas de partidarios estaban haciendo una vigilia.
“Dejémoslo, quiere estar solo”, le dijo Martínez a Franco.
Allí rezó a solas durante largo rato y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Había sido una campaña extensa, compleja, plagada de accidentes y errores, pero sobre todo, muy dura. No quiso que lo fueran a buscar, saludó a sus fieles partidarios, les agradeció y se fue caminando hasta su casa.
El último domingo de noviembre de 2009 amaneció nublado. Lacalle se levantó al alba, rezó, miró la prensa, desayunó y se dispuso a atender a los periodistas que se habían apostado en la puerta de su casa.
En la barbacoa de la calle Murillo, donde tiene su casa, los hizo pasar de a uno y los invitó con unas galletas que decían “Qky” y que había ayudado a hornear su nieto, tal como lo hizo el 25 de octubre, cuando Lacalle también, en su fuero íntimo, adivinaba el resultado.
A Luis Alberto Lacalle lo conozco desde hace no menos de 11 años. La mayoría de las veces lo vi en derrota, con mayor o menor tristeza, algo que disimula bastante bien.
Una persona de fuertísimo temperamento, inteligencia, constancia y tesón a la que se le podrán cuestionar muchas cosas, pero ha sido y es un actor protagónico de la vida política del Uruguay desde el advenimiento de la democracia.
Supo llegar a la presidencia de la República (1990-1995) con viento en contra, como le gusta decir a él, gobernar sin mayorías, resistir lo que bautizó como una “embestida baguala”, recuperarse y competir nuevamente por la máxima magistratura en diversas instancias con resultados desparejos.
En lo que pareció ser “su momento”, luego de haber derrotado cuando nadie lo pensaba a Jorge Larrañaga, ingresó en una espiral donde, al mejor estilo de la película La tormenta perfecta, confluyeron una serie de factores, propios y externos, que lo llevaron a quedar por el camino una vez más.
La pregunta que sigue rondando y este libro intenta responder es: ¿qué le pasó a Lacalle?
En una entrevista publicada por el matutino El Observador en 1992, cuando aún era presidente de la República, bromeaba con que siempre había estado, como dice el Quijote, “más en el camino que en la posada”. Ciertamente así ha sido.
Pero Lacalle tiene, como todo ser humano, puntos débiles que le jugaron en contra y que salieron a la luz en el momento que nadie lo pensaba.
Desde su grupo político, el herrerismo, se habla de perplejidad ante los errores cometidos, otros le atribuyen soberbia, la mayoría expresa que Lacalle se mostró tal cual es, algunos hablan del dolor de su pierna y los menos le atribuyen cansancio.
La derrota nacionalista, una más para Lacalle, no puede ser analizada o enfocada desde un solo ángulo. No hay un único motivo ni una sola causa, ni siquiera un solo culpable.
Esta investigación periodística pretende mostrar los diversos factores que coadyuvaron para que el resultado final fuera el que inexorablemente tenía que ser.

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