miércoles, 23 de junio de 2010

Cuque Sclavo. Desde el paraíso


Escribió Tito: Cuando a sus ochenta y seis años, viviendo ya en Tacuarembó, se me ocurrió invitarla a venir conmigo al Taller Literario Municipal, no fue difícil obviar sus débiles reparos centrados en el hecho de que ella “apenas si tenía primaria”. Así fue que asistió a las reuniones hasta que la precariedad de su vista comenzó a limitárselo. De su asistencia, quedó en Presencia, la publicación del taller, el relato siguiente:

EL PERCHERO


Fue por el año treinta y dos que nos fuimos a vivir por Caridad y Millán. Era una modesta casita de tres piezas a la calle, un zaguán y nada más que una “casi cocina” y un “casi baño” que mi marido supo convertir en algo más usable, con nuevos water y duchero, así como una cocina económica en la cual hacíamos a la plancha jugosos churrascos y boniatos asados al horno. Ya teníamos un niño de tres años y un embarazo de pocos meses.
A pesar de lo precario de la vivienda, había algo muy hermoso y eran las tres ventanas a la calle, tres árboles de paraíso y enfrente un “palacio” (así lo llamaban en el barrio) que no era más que una casa de tres pisos que terminaba en una torre con mirador.
Mi esposo trabajaba en la construcción como pintor, y en las horas que podía robarle a su descanso trataba de dar comodidad y belleza a su hogar. Una noche, mientras encaramado en un andamio en el zaguán adornaba sus paredes con paneles de yeso que le daban más categoría a nuestra casita ajena, a eso de las doce, se le perforó una úlcera de estómago y lo operaron a las dos de la mañana en el Hospital Maciel para evitar el riesgo de peritonitis. Se repuso en pocos días y volvió a la lucha diaria. Dos meses después nacía el segundo bebé y había que redoblar esfuerzos; yo lo ayudaba cosiendo y bordando, ya que en ese tiempo estaba muy de moda el bordado y yo tenía dos máquinas de coser; lo que hoy se diría una pequeña empresa. Al abrir las ventanas, un suave perfume proveniente de los paraísos inundaba toda la casa. Uno de ellos estaba precisamente frente a la puerta y a la ventana de la pieza en la cual yo cosía, por lo cual solíamos colgar un columpio en el cual nuestro bebé pasaba gran parte del día vigilado por su hermanito y mimado por los vecinos que, al pasar, le daban un hamaconcito y a veces me decían por la ventana: “el nene se durmió”.
A medida que crecía lo íbamos bajando, acercándolo a la vereda, de modo que hacía fuerza con sus piernitas. Así se fue criando el segundo, y a los cuatro años menos dos meses, como la otra vez, llegó el tercero y nuevamente volvió a entrar en juego el columpio; de modo que aquella rama que lo sostenía ya formaba parte de la familia. Cierto día un señor mayor que solía visitar el barrio se paró mirando el árbol vacío y me preguntó: –¿Qué pasa, no da más frutos? Antes daba un niño cada cuatro años.
Pero vino la poda y yo veía con temor que me cortaran la rama ya castigada por el rozar de la cuerda y no le sacaba los ojos de arriba, ya que los miraba por todas las ventanas. Se me apretó el corazón cuando vi caer aquel tronco querido. Al rato estaba en el camión. Le di unas monedas a mi hijo mayor para que les entregara. Él vino muy ufano con la horqueta que mi esposo barnizó y acondicionó. De modo que por muchos años nos sirvió de perchero y continuó formando parte de la familia.

Aída Armán de Sclavo


¿Esa casa de la calle Caridad l406 tenía claraboya? Debió tenerla, porque aquella escena tenía esa luz.
Allí, en la mesa, creo que después de haber comido sus dorados ravioles, un domingo, mientras mi viejo don Adolfo dormía su siesta, mi vieja doña Aída, no sé por qué, nos hizo sus admoniciones de futuro a los tres hermanos: Ñato, el mayor, que después fue Luis, para volver a ser Tito luego de su liberación en Libertad; Pirulo, que después fue Lalo, Calleja, y finalmente Paco, definitivamente su alias como guerrillero tupamaro; yo, el menor, que siempre fui Cuque, más conocido en el ámbito familiar como el Loquito. Nos separaban cuatro años y un mes. Tal como ocurría con las elecciones de aquella época. Nacimos en la calle Caridad 1406, excepto mi hermano mayor que creo que fue en el Visca por algún problemita. Teníamos un jaulón pequeño con varios canarios que fue deshaciendo mi padre a medida que sus úlceras en el estómago iban creciendo, inoperables entonces. No tuvimos animales hasta que llegó el Pucho, nuestro primer perro que fue, por derecho y justicia, el perro de Paco quien siempre actuó como el san Roque de la familia y a quien no hubo perro que se le resistiera. Ni él a ellos.
La calle Caridad, hoy, en homenaje a un médico del barrio que destinaba un día de la semana a atender gratuitamente a los pobres, se llama Fiol de Perera.
El Reducto era un barrio de gente trabajadora en su mayoría, algunos comerciantes prósperos y otros fracasados, empleados públicos altos, y otros no tanto, gente de UTE a quienes les quedaba cerca, allá en el Arroyo Seco, y algunos profesionales de mayor potencial económico en un Montevideo de los 30, capital del fútbol mundial. Una ciudad de tranvías y ómnibus con plataforma, poblada de canchas de fútbol y con dos cines por barrio por lo menos, con sus obligatorias panaderías de uso en las largas matinés de cuatro películas, sinopsis varias y un episodio de una serie que continuaba cada semana y en las que John Wayne siempre iba a ser aplastado por un tren o apretado por unas paredes corredizas y asfixiantes.
La casa de la calle Caridad 1406 tenía tres cuartos que daban a balcones donde se ponían a orear los colchones unas veces y en otras oficiaban como tableros de básquetbol, hasta que nos consagrábamos y entrábamos como categoría “cebollitas” en el León XIII de los curas, que luego, laico, pasó a llamarse Reducto.
La habitación más cerca de Millán era el cuarto de trabajo de doña Aída, modista aunque sin el nivel “haute couture” de la tía Elvira que trabajaba para gente muy paqueta. La tía Maruja se dedicaba a bordar los logotipos de los uniformes de Shell o de la CUTCSA, entre tantos otros. El de Shell era su capolavoro. La recuerdo, doblada sobre su máquina a pedal, dibujando en filigranas la figura monstruosa del Gargoyle.
Otra habitación, pasando la puerta de calle, era el dormitorio que habitaban mis padres y un viejo piano vertical que perteneció a mi madre, que era completita pese a provenir de un hogar gallego con padre borracho, pero bueno, y que fue el único carnicero en este país que no se hizo rico. Se lo gastó todo en copas. Y después venía y cascaba a todos. La primera en ligar era mi abuela Dolores, una galleguita breve y sonriente, nacida en Leiloyo que vivió hasta su muerte de 96 años con mi tía Elvira en las Galerías Carulla, una hermosura que aún se conserva y que tiene una salida por Millán y otra por Vilardebó. ¡Qué filloas que hacía! Y ¡cómo nos dejaba sin aire cuando la acompañábamos al Mercado de Goes!
Finalmente estaba el cuarto de los tres hermanos Sclavo. Y adentro, una cucheta de lapacho hecha por don Adolfo que era pintor finalista pero que sabía hacer de todo. Menos nenas, decía mi madre y él le retrucaba:
–Eso no está comprobado. A lo mejor sos vos la que no sabe.
Abajo dormía yo y tenía como techo una tabla de madera sobre la que dormía, por los problemas de columna experimentados en su desarrollo, mi hermano mayor, entonces Ñato, aunque tenía un naso regular y al que sólo le faltaba pelo en las uñas y los dientes. Aquella tabla fue más tarde el confesor de todas mis fantasías y el absolutor de mis primigenias experiencias masturbatorias.
En la pared opuesta dormía Paco. Era una cama que también construyó mi viejo y que durante el día era un enorme cajón que colgaba de dos ganchos adosados a la pared. Ese cuarto lo recuerdo cada vez que veo el de Gene Kelly en Un americano en París.
Al fondo, una cocina tan pequeña que cabía sólo mi vieja y a la que daba una escalera de hierro que llegaba al altillo donde mi viejo reparaba radios para complementar sus aportes, el que a su vez daba a una azotea desde donde mi hermano mayor vio pasar el Zeppelin. Hay fotos de 9 x 9, de una Kodak cajoncito. Desde allí teníamos una vista hermosa de la UTE, las vías y la bahía.
Luego venía un corto pasaje, a modo de patio, cuyo protagonista era la mesa del comedor diario. El menaje se guardaba en un trinchante que estaba en el cuarto de trabajo de doña Aída, al lado de cuya puerta estaba instalada una heladera que también había sido construida por mi padre. Era de lapacho también, tenía gruesísimas paredes recubiertas por láminas de metal en su interior y funcionaba con barras de hielo que, a medida que crecíamos, debíamos ir buscar al depósito de las Fábrica Nacional de Cerveza que lindaba por un lado con el vienés y familiar Parque Munich y, por el otro, con la diabólica Quinta de Bartolo por cuyas avenidas circulaban los coches trayendo parejas que lo erigieron como su “templo del amor”.
En invierno, cuando la guerra, en ese pasillo, frente al dormitorio de mis padres, teníamos una estufa portátil llamada calorífero. Era un consistente tacho de grueso metal al que alimentábamos con cisco de carbón durante todo el día y que oficiaba como microondas a veces, en otras como fuente calórica, y finalmente como tostador de pan viejo que a su vez se hacía golosina cuando la manteca y la jalea de membrillo casera eran untadas por doña Aída. Pero por sobre todas las cosas era un aglutinante familiar donde se charlaba, se tomaba el café con leche y se escuchaba religiosamente a los Caporale Scelta, dos hermanos culturosos que lo sabían todo, los informativos de la guerra (mi viejo era un experto, yo lo oía como quien escucha a Gardel) y los episodios de Juan Cuello, un matrero que interpretaba Mario Rivero, faltaba más, y cuya cortina musical me daba terror y de la cual el brazo de mi padre o la falda de mi madre entonces me protegían hasta que comenzaba la parte actuada. Creo que era Berlioz.
La casa de la calle Caridad 1406 tenía tres balcones, tres hermanos y tres árboles de paraíso que nos daban sombra, perfume y otra cosa que ningún otro árbol me dio jamás: cobijo. Efectivamente, cuando ya estábamos lo suficientemente preparados como para enfrentar este valle de lágrimas, sobre todo yo, que fui y sigo siendo muy llorón, nos colgaban la cunita de una rama de paraíso, el que está más hacia Millán, donde finaliza el repecho de la calle Caridad que comienza en Arroyo Grande.
De esa rama pendía un Sclavo Armán cada cuatro años menos dos meses. Hasta que doña Aída y don Adolfo desistieron de intentar la imposible nena. Con decirles que, a instancias de mi abuela Dolores, doña Aída, que no era católica militante –mucho menos cuando estaba casada con un batllista como don Adolfo quien luego desengañado se hizo socialista– hizo entera la novena de la Virgen de los Dolores y prometió que, en caso de nacer nena yo, me pondría su nombre en homenaje a mi abuela, pero por sobre todo como un agradecimiento por el don que nos había otorgado aquella Virgen.
Pero volviendo al paraíso, que es y será nuestro, siempre, mi madre podía hacer entonces sus labores sin temor a que nada nos pasase. Tito, entonces Ñato, vigilaba la cunita de Paco, que entonces era Pirulo, y luego vigiló la de Cuque, que siempre fue Cuque. Para mayor tranquilidad, cada tanto, Herminia, la aprendiza de mi madre, nos echaba una ojeada. Y por supuesto, los obreros que iban y venían de sus turnos en las fábricas. Los de la Compañía General de Fósforos, los de la metalúrgica de Mantero, los de Laboratorios Galien… Y todos ellos anunciados por sus sirenas respectivas que nos servían de reloj. También nuestros proveedores: Rogelio y su carro de verduras, Germán y su burro, el de la carne, don Goyo el del almacén que tenía el tablado, las putas y sus “fiolos” de los quilombos de Caridad y de García Peña, a quienes, luego, ya más grande, yo les haría mandados. Y los eternos silbadores ¡cómo se chiflaba en aquel Montevideo, Dios mío! Mi viejo era un crack, podía pasarme el día entero escuchándolo. Afinaba un montón. Tenía un violín y como era zurdo le colocaba las cuerdas al revés. Contaba mi vieja que una vez le dio una serenata, de novios, ella tenía trece, con un peine fino cubierto por una hojilla que sonaba como una trompetita, acompañado por dos amigos con sus guitarras. Además, me enseñó a bailar tango, aunque nunca fue hombre de la noche dada su condición de obrero; no obstante fue Campeón de Tango del Reducto.
–Pero ojo, vos estás aprendiendo. Bailá de la rodilla para abajo, no andes haciendo macacadas y no muevas el brazo como si estuvieses dándole bomba a un Primus.Y no bailes todavía con petisas que son un bollo. Bailá con mujeres grandes. –Así lo hice y conquisté a Irene, hija de un violinista de orquesta típica y que era grandota. Ambos aprendimos el tango, junto a tantas otras cosas de la educación sentimental de la época. Fue un largo romance de barrio. Más veterano lo bailé con Dahd Sfeir y con Idea Vilariño. Algunos audaces dicen que fue la mejor pareja de tango que ellos vieron. Modestamente. Ahora me tropiezo hasta con mi sombra cuando lo intento.
¿Tenía claraboya la casa de la calle Caridad 1406?
Debió tenerla. Y si no la tuvo, tal como la tuvo después nuestra casa propia de la calle Colorado 1755, se la pongo ahora.
Aquel domingo, mientras el viejo dormía la siesta, la vieja nos hizo un libreto a cada uno. Al Ñato, luego Tito, le dijo:
–Vos andás bien en matemáticas, en física y química. Vos vas a ser científico.
Al Pirulo, luego Paco:
–Vos tenés habilidad con las manos, como tu padre. Vas a ser operario.
Luego, me miró a mí, al Cuque, al Loquito y me dijo quizás desconsoladamente:
–Vos vivís en las nubes –y luego de una pausa angustiante la completó–: vas a ser un poeta “morto di fame”.
¿Por qué me lo dijo en italiano, me querés decir? ¿Para hacerla más liviana?
El golpe ya me lo había dado. El Doctor en Química, ya veteranos los tres y compartiendo una cena exclusiva sin mujeres, sólo para nosotros tres, me confesó que a él lo que le hubiese gustado era ser escritor como yo, pero que con eso no hubiese podido mantener una familia.
–Así que ahora que me jubilé, cierro el laboratorio y me pongo a escribir. –Y lo hizo después de la cana y todo. Además, no sé si como revancha, se llevó a la vieja a vivir con él.
El Paco tuvo varias vidas. Fue tornero, estanciero, granjero, criador, guerrillero. Pero lo que a él le hubiese gustado ser era ingeniero. Quizás por eso, aparte de su gran amistad y afecto con Sendic, con quien compartió desde el comienzo al fin su lucha tupamara, fue con el ingeniero Juan Almiratti, especialista en fugas, como Bach, con el que fueron compinches en inventos.
En cuanto a mí, supe tener siete vidas como los gatos de este hemisferio y me gustaría tener nueve como los del Norte. Pero durante esas siete hice todo lo que quise. Escribí de todo, desde avisos publicitarios hasta candombes, letras de murga, novelas, obras de teatro y TV, guiones de cine, e incluso canciones de cuna para mis nietos recién nacidos. Todo publiqué, menos poesías. (Aunque tengo un ropero lleno de ellas, tal cual le confesaba al médico, aquel loco por las tortas fritas, pero se irán a la tumba conmigo.)
Y de hambre no me morí. Es cierto, vieja. Pero ¿te acordás cuando en 1959, el año de las inundaciones, te dije que iba a escribir libretos para radio? Te reproduzco el diálogo:
–Y ¿de qué son los libretos?
–De humor. Es para La Pensión 64, una audición cómica en Carve
–¿Vos, humor? Pero si sos un amargado…
Este año se cumplen mis cincuenta años de humor rentado. Lástima que no estés aquí para verlo.
Pero gracias a vos, eternamente. Porque fuiste siempre la dueña de todas mis palabras.
En cuanto a tus libretos para los tres hermanos Sclavo Armán, hijos de Aída Armán, modista, y Adolfo Sclavo, pintor, los tres te decimos como Gardel en Por una cabeza:–Y la barra completamente agradecida. Sentí la barra…

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Segunda parte de: Desde el paraíso


Nunca tuvimos coche. En Caridad 1406 había tres bicicletas. Una con ruedas macizas, la más chica, servía para el aprendizaje. Sin rueditas auxiliares. A porrazo limpio. La más grande era la que el viejo usaba para trabajar y a la que yo, en mi viaje iniciático, le hice un ocho a la rueda delantera. Y la mediana, una Olympia, imitación media carrera con canastito para hacer los mandados, a la que bauticé fanáticamente Lulú Belle por aquel tanque que tenía Humphrey Bogart en Sahara, película que vi unas dieciséis veces. Era utilitaria. Tenía la doble función de traer víveres y de recaudar los pagos de las clientas morosas de la vieja y gracias a lo cual llegué a percibir hasta un 20% de estas moras. Capone, como verán, era un bebé de pecho, a mi lado.
Era una labor que uno heredaba, tal como lo fue la ropa, toda la vida, de mis hermanos, quienes a su vez la heredaban del viejo. Ya que los hermanos Sclavo, después del primer gran estirón, quedábamos más o menos en lo que éramos y ya no somos ahora, más encogidos.
Así sucedió también con el reparto de programas del cine Mundial que conseguí por nepotismo del Paco. Felizmente mi carrera cinematográfica fue más exitosa que la suya. Llegué a atender el teléfono del cine, en el cual, con el inglés aprendido de las sinopsis y con mi mejor acento, informaba a los futuros espectadores. De allí ascendí a otras responsabilidades, como ser el encargado de ir a buscar a Glucksman, en Río Branco y 18, los programas de la semana, que luego repartía en almacenes o haciendo las prolijas flechitas que insertaba en las persianas de los hogares. Luego obtuve pingües ganancias mediante la corrupta práctica de acomodar a las parejitas en las últimas filas con el fin de que apretasen tranquilos. Me retiré, en plena gloria del cine, cuando comencé el liceo Rodó, siguiendo las huellas de mi hermano mayor quien ingresó a éste a los once años y sin dar el temible examen de ingreso.

El Paco, el operario, marchó a la sacrificada Escuela Industrial y crió callos puliendo metales hasta hacerse aquellas llagas que curaba con sus propios orines.
Mi hermano mayor fue al Rodó y aprendió, entre otras cosas, que ser el hijo del director Acosta y Lara, aquel “Macoco” que le copiaba los escritos, era ser merecedor de mejores notas que él, porque así las profesoras hacían méritos con el “dire”. Pero el Tito tuvo su revancha. Jugaba bien y marcaba mejor. Un buen día marcó a Macoco, quien pasaba sus mañanas tirando en los aros en Trouville, y no lo dejó embocar ni una. Al final del primer tiempo en la práctica del Seleccionado del Rodó, Macoco arrojó la camiseta y se fue llorando.
Yo era el más perro jugando al básquetbol. Más que la camiseta me pesaban mis hermanos, que jugaban mejor que yo. Luego me pasó lo mismo en la Escuela Municipal de Arte Dramático, en Club de Teatro y hasta en la agencia de publicidad donde su dueño, el Pancho Vernazza, me daba flor de paliza, hasta que le perdí el miedo.
Con la literatura fue otra cosa. Fui un inconsciente. El primer premio me lo dio Onetti por una novela. Arturo Sergio Visca me dio otro por una novela que nadie pudo comprar porque la dictadura había confiscado la librería de la editorial que lo había impreso. Por una de esas paradojas dignas de esa época, algunos ejemplares de ésta ingresaron a la biblioteca del penal de Libertad. Fui más leído por los presos que por los que aún estábamos libres. El premio me lo dio el Ministerio de Educación y Cultura un viernes. El lunes devaluaron el dólar y el premio no me sirvió ni para comprar maníes.
Pero mi primer premio, y perdónenme ustedes y hasta mis hermanos por mi divismo, lo conseguí a los nueve o diez años, en un concurso que organizaba radio Femenina, por un cuento de una alfombra mágica que se achicaba cada vez que aquel niño le pedía un juguete y que yo se lo había afanado al Balzac de La piel de zapa. Con el tiempo, me consolé del plagio, pensando en aquellos a quienes habría chorreado el gordo francés ese que escribía de pie, en un atril y de zapatillas, ése que después fue tan importante en mi vida como Julio C. Puppo (El Hachero). Gracias a ambos, observando a la gente, dejé de aburrirme en los tranvías.
Pero el premio ese de la radio Femenina, que pasaba jazz todo el día, hace relación con el zaguán de la casa de Caridad 1406 y que yo omití en el pasaje anterior. Ese zaguán que hacía fresco y soportable el verano y donde tuvimos nuestro primer polígono de tiro. Sucede que teníamos una escopeta Diana de aire comprimido y a mí, que nunca disparé otro tiro que con una 22 y la perdiz se cagó de risa, me fascinaron y me fascinan todas las armas, no sé por qué. Siempre las usé como utilería para mis primeras películas, así como las sábanas con las que me vestía de árabe. Era guionista, director y actor de mis propios filmes, algo como lo que haría Clint Eastwood varias décadas después.
En el zaguán colocábamos las cáscaras de los huevos que la vieja nos hacía tomar diariamente y, en la época de la guerra, no sé si nosotros o el viejo les pintábamos las caras de Hitler, Mussolini y el emperador Hirohito y los curtíamos a chumbazos, que muchas veces se incrustaban en la pared trasera de la puerta de calle.
En ese zaguán, una tarde de diciembre, cuando me dieron el premio en radio Femenina y leí mi cuento afanado, me recibió mi viejo, satisfecho, aunque no era para nada demostrativo y, acariciándome la cabeza, me dijo:
–¡Bien, pibe!
Ese zaguán, como buen zaguán que era, me abrió la cabeza ese día.
En aquel tiempo el Tito laburaba de día en una sociedad médica llamada La Fraternal Unida y estudiaba en el preparatorio del nocturno que, también, luego heredé. Allí formaron un cuadrito donde jugó el Paco, cuando un conflicto en la Liga de Básquetbol de los grandes. Tenían en la camiseta la insignia del liceo, que era un murciélago. Y una crónica de la época habla de aquel diciendo:
“El liceo nocturno, la gente del Murciélago, aportó buen básquet y figuras interesantes. No faltaron, no podía ser menos, émulos de Drácula (esto era por el Flaco Bengoechea que era ‘Peso Lástima’) ni de Wilfredo el Velludo, aquel rey que se dice era un felpudo con ojos”. Eso era por el Tito que era muy peludo.
Tanto que, por aquella época, Wimpi había creado un gaucho mentiroso llamado Don Claudio Machín, recogiendo ese folclore de mentiras de fogón que Juceca pondría luego al día con un tono surreal propio de los 60, y uno de los cuentos de Don Claudio hablaba de un gaucho tan peludo que, cuando en la noche de bodas se acostó desnudo junto a su “prienda”, ésta exclamó: “Lindo mameluco, Rodríguez. ¿Ande lo agenció?”
Pero el Tito era atractivo, aun con esa pelada incipiente que siempre lo acompañó y que exacerbaron los milicos durante su estadía en el “hotel” de Libertad. Intelectual, sabía conquistar corazones. Entre ellos los de una poetisa, también la hija de un jefe de ferrocarriles de la estación Peñarol y su definitiva Lydia, su alumna de Análisis Cualitativo que era la Doris Day del barrio La Espada, allá por el barrio del Paso del Molino y que le dio tres hijos: Silvia, Lil y Fidel. De todas sus novias me enamoré indefectiblemente y sufría muchísimo cada vez que dejaba, como se decía entonces.
El Paco fue de una sola mujer y por muchos años. Eran botijas y se pasaban juntos todo el día. La broma de la arpía de mi vieja, que la quiso siempre como a una hija, era cantarle un tango de moda cuya letra decía: “Y dicen que no te quiero, porque no me ven contigo”
Pero ella estudiaba Derecho y le gustaba la literatura en una época en que el Paco no estaba ni ahí, razón por la cual me parecía más bien como para el Tito. Tenía un hermano de mi edad, el flaco Piolín y yo me pasaba en casa de ella. Mis primeras nociones de la literatura moderna las tuve allí, junto con la colección completa de las historietas del Spirit y Lady Luck. Y hubo un momento en sus respectivas evoluciones en el que sus caminos amenazaron con bifurcarse.
Fue la época en que, peleados, el Paco intentó enseñarme matemáticas; era un capo en eso y en la brisca, una especie de juego de cartas como el tute cabrero, pero con la particularidad de que se juega solamente entre dos. Fue tiempo también de llevarme al cine Astral en sus noches vacías y allí compartimos inolvidables noches con la serie mexicana de Los calaveras del terror y películas aparentemente documentales de la selva. Por eso, cuando nos pasó por debajo de las piernas el gato del cine Astral encargado de cazar las ratas de dicha sala, asustados, lo volamos por los aires hasta que fue a jeder contra una fila de butacas que, en efecto dominó, fueron derribando las filas de delante. Debo aclarar que al Astral, el cine más reo de General Flores, concurrían barras bravas que le robaban las tuercas al sostén de los asientos y hasta arrojaban gallinas por los aires durante las escenas más románticas de Intermezzo entre Leslie Howard e Ingrid Bergman. Previamente, con jabón casero, embadurnaban los camineros y cuando acudía presto el portero. Éste resbalaba y se estrellaba allá delante donde lucía el clásico cartel de: Nuestro Próximo Estreno.
Pero Paco, cuando los yanquis ya se lo querían llevar como tornero para la emergente industria de los plásticos, se arregló nuevamente con su novia, con la que tuvieron dos hijos; uno de ellos, Felipe, el mayor, compartió varios años de cana con su padre. Pero esa es otra historia que vendrá a su tiempo.
Paco era pintún, ganaba bien y compartía con su futuro suegro, y ganando plata fácil, un incipiente gusto por las carreras de caballos. El hombre era kerosenero en la época de la guerra y, tal como mi abuelo Ramón, no hizo plata. Pero no por las copas, sino por los burros. Doña Aída, mi vieja, en complicidad con la novia decidió avivar a Paco de tal desvío y un buen día le propuso:
–En vez de que te lleven la plata los demás, vos me la apostás a mí.
Y desde entonces lo bancó. No de a dos pesos como eran los ganadores que se apostaban entonces, sino de a 20 centésimos, aquellas gloriosas chanchitas de plata con las que me pagaban mis dos hermanos por lustrarle los zapatos cada semana.
Pero un buen mal mediodía de domingo, mientras todos comíamos los dorados ravioles de doña Aída, un 6 de enero, cuando se corría el Ramírez, el Tito, que nunca había apostado ni a la quiniela, le propuso a la vieja:
–¿Y vos no me bancarías una apuesta a mí?
–Otro tarado –respondió doña Aída–. Te viene bien una lección como a este otro.
Y lo bancó. El Tito, no conocedor del pedigrí ni de las últimas cuatro performances de su pingo, en una de las cuales le dejaron las llaves en el disco para que cuando llegase cerrara el hipódromo, le puso algunos 20 centésimos a Sacristán, un caballo perdedor argentino, de toda la vida.
Entonces el milagro se hizo y Sacristán llegó primero al disco. Pagó 54 pesos por boleto. El Tito fundió a la banquera doña Aída aquel domingo, cuando ya estábamos en nuestra casa propia de Colorado 1755.
Esa casa que, también de puro azar, habían adquirido los viejos gracias a un billete de lotería que mi viejo don Adolfo jamás compró.
Como cada año, lo había hecho su patrón de la empresa de pinturas, un tal Semino, al que le decían “Caramán”, nombre que le sirvió a Paco para nominar a un perro policía belga que se le pegó, como todos, con una piedra en la boca para que se la lanzase, y el Paco, al verle los dientes tan gastados por esa manía, cuando el perro se la devolvió, le aplicó tal piñazo en la boca que el bicho no sólo desistió sino que se le vino muy calmo detrás de él hasta Colorado 1755, donde pasó muchísimos años. Era policía, pero muy dulce y más bien chico. Fue el único perro que vi mamado. Un día vino Rodolfo Ucha, el bodeguero, a traernos una damajuana de Harriague, ése que hoy se llama Tannat. Doña Aída estaba baldeando el patio, y en un descuido la damajuana de diez litros se rompió. Cuando volví de la Imprenta Nacional para almorzar, y mientras saboreaba unos bifes a la portuguesa, miré hacia arriba; y en la puerta del altillo, donde comenzaba la escalera de hierro, allí, descubrí al perro observándome con una mirada extraña que no le conocía. Le llamé la atención a doña Aída, que estaba terminando de lavar los otros platos. Pocas veces la vi sentarse a la mesa. Tanto, que de niño imaginaba que las madres no comían. La vieja levantó la vista, y el Caramán, desde allá arriba, movió otra vez su cabeza extrañamente y le revoleó la cola. Fue entonces que doña Aída me dijo casi surrealísticamente:
–¿Sabés lo que pasa, Cuque? Ese perro está mamado. Mientras limpiaba los vidrios de la damajuana lo vi muchas veces lamiendo el vino. Está mamado hasta las patas, ¿No ves que te mira bizco?
Y el otro Caramán, Semino, aquel año le acertó con el 2º premio del gordo de Fin de Año que eran como 250.000 pesos, una fortuna para aquellos obreros suyos, como mi viejo, que cobraron unos buenos pesos con sus participaciones. Esa fue la base para que mi viejo comprase Colorado 1755, aunque él prefería alquilar, pero mi vieja insistía con el ancestral deseo de “el techito propio” cuando aún, creo, no existía ni siquiera el viejo Plan Habitacional del Banco Hipotecario y por el cual, luego, Paco, ahorrando pesito sobre pesito, superada ya la crisis lúdica de los pingos, pudo comprar su casa primera de Andrés Lamas casi Gral. Flores.
Tiempo antes, a mi viejo se le había producido otro milagro. Finalmente se podían operar aquellas úlceras que lo habían acompañado toda su vida. Era un tal Dr. Roca de la Asociación Española, el pionero.
Desde su cama de la Asociación Española, don Adolfo, en recuperación, compró un billete para la lotería de Reyes y éstos le trajeron el 5º premio de ese sorteo con el que ligamos todos. Amigos, familiares y hasta enfermeros. Cuentan que los empleados de La Española estaban tan enloquecidos que hasta distribuyeron mal las comidas y a deshora ese día. Y Penedo, un decano de los enfermeros, casi se desmaya cuando vio que en su casillero, tapado de números de lotería, había uno que resultó ganador. Y eso que dicen que, para observar a los pacientes, Penedo tenía un ojo clínico mayor que el de los propios especialistas.
A mí me tocó una parte del premio. No sé qué hicieron mis hermanos con la suya. Yo, aprovechando que uno de los dueños de la fábrica Roxana de chocolates vivía enfrente y yo me pasaba allí desde un día en que a don Adolfo, mi padre, le vino el tifus, me compré una acción, para no ser un poeta “morto di fame”. El primer año me pagó un dividendo de dieciséis pesos sobre cien invertidos. Al otro año se fundió la Roxana y terminó mi carrera bursátil abruptamente.
Nos mudamos a Colorado 1755 en el 48. Así lo fechaba aquel pergamino pegado a un cuadrito de madera muy de moda colgado junto a la cocina, que decía: “Hogar, dulce hogar”.
Y yo me sentí como si estuviese siendo el “protagonista inolvidable” de aquellas Selecciones del Readers Digest. Con que así estaban las cosas.
El Tito en facultad, el Paco tornero especializado y el Loquito, enfermo de pajas, listo para ir al liceo Rodó.

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